curiosamente llamada «de la dominación» del barón Ritzner von Jung, ninguno de los
estudiantes de G...n sospechó jamás el misterio que envolvía su persona. Lo repito: estoy
convencido de que nadie, fuera de mí, imaginó nunca que el barón era capaz de una broma
fuera verbal o de hecho; antes hubieran acusado al viejo bulldog del jardín, al fantasma de
Heráclito o a la peluca del emérito profesor de teología. Y esto mientras saltaba a los ojos
que los más egregios e imperdonables artificios, extravagancias y bufonadas tenían por
causa al barón, si no de manera directa, al menos por su intermedio o connivencia. La
belleza, si así puedo llamarla, de su arte mystifique residía en la consumada habilidad —
resultante de un conocimiento casi intuitivo de la naturaleza humana, y de un admirable
dominio de sí mismo—, mediante la cual el barón lograba aparentar que las extravagancias
que preparaba se producían a pesar de sus laudables esfuerzos para impedirlas y para
mantener el buen orden y la dignidad de la casa de estudios. La profunda, la punzante, la
sobrecogedora mortificación que el fracaso de sus meritorios esfuerzos dibujaba en cada
rasgo de su semblante no dejaba la menor sombra de duda en el ánimo de sus compañeros
más escépticos. Y no era menos digna de observación la habilidad que tenía para hacer
derivar lo grotesco del creador a lo creado, de su propia persona a las absurdas
consecuencias que de ella nacían. Jamás, antes de conocer al barón, había visto que un
bromista escapara a las consecuencias inevitables de sus maniobras, es decir, que lo
ridículo acabara por contaminar a su propia persona. Mi amigo, en vez, aunque envuelto
continuamente en una atmósfera de capricho, daba la impresión de vivir tan sólo para las
formas sociales más severas, y ni siquiera los miembros de su propia casa pensaron jamás
en asociar a la memoria del barón Ritzner Von Jung otras nociones que las de rigidez y
majestad.
Durante la época de su residencia en G...n, parecía como si el demonio del dolce far
niente dominara como un incubo la universidad. Nada se hacía allí que no fuera comer,
beber y divertirse. Las habitaciones de los estudiantes se habían convertido en sendas
tabernas, y ninguna de ellas tenía tanta fama ni estaba tan concurrida como la del barón.
Nuestras juergas eran numerosas, turbulentas y continuas, llenas siempre de incidentes.
Cierta vez habíamos prolongado la fiesta hasta el alba después de beber una insólita
cantidad de vino. Fuera del barón y de mí, había siete u ocho asistentes. La mayoría eran
jóvenes adinerados y de abolengo, orgullosos de su alcurnia y todos ellos imbuidos de un
exagerado sentimiento del honor. Abundaban en las opiniones más ultragermánicas acerca
del duelo. Estas opiniones quijotescas se habían visto vigorizadas por ciertas publicaciones
aparecidas en París, así como por tres o cuatro duelos de resultado fatal que habían tenido
lugar en G...n; por eso pasamos la mayor parte de la noche discutiendo entusiastamente
aquel tema tan absorbente como apasionante.
El barón, que durante la primera parte de la fiesta se había mostrado extrañamente
silencioso y abstraído, pareció por fin salir de su apatía, intervino en la conversación y
disertó sobre los beneficios y, sobre todo, las bellezas del código de etiqueta imperante en
materia de duelos caballerescos, haciéndolo con un ardor, una elocuencia y un
apasionamiento tan grandes que provocó el entusiasmo de todos sus oyentes, y aún de mí
mismo, que sabía perfectamente cómo el barón se burlaba en el fondo de aquellas mismas
cosas que ahora defendía, y consideraba la fanfaronade de la etiqueta del duelo con el
soberano desdén que ésta merece.
Mirando a mi alrededor en el curso de una de las pausas del discurso de mi amigo (del
cual mis lectores podrán formarse una débil idea si digo que se parecía a la manera
fervorosa, cantante, monótona y, sin embargo, musical del sentencioso Coleridge), advertí