dulzura es de una extremada severidad?
—De ninguna manera. La reclusión es obligadamente rigurosa; pero el tratamiento...
quiero decir el tratamiento médico, es más bien agradable a los pacientes.
—¿Y es usted el inventor del nuevo sistema?
—No en su totalidad. Parte del mismo procede del profesor Tarr, de quien habrá usted
oído hablar seguramente; y mi plan contiene, además, modificaciones que, me complazco
en decirlo, provienen del celebrado Fether, con quien, si no me equivoco, está usted
estrechamente vinculado.
—Me avergüenza muchísimo reconocer que no he oído jamás mencionar a dichos
caballeros —repliqué.
—¡Grandes dioses! —exclamó mi huésped, echando bruscamente atrás su silla y
alzando las manos—. ¡Sin duda he oído mal! ¿No pretenderá decirme que jamás ha oído
hablar del sabio doctor Tarr o del famoso profesor Fether?
—Me veo precisado a reconocer mi ignorancia —repuse—, pero la verdad está por
encima de todas las cosas. Mucho me humilla ignorar las obras de esos extraordinarios
estudiosos. Las buscaré lo antes posible, para leerlas con la máxima atención. Mons ieur
Maillard, usted ha conseguido... se lo digo muy sinceramente... avergonzarme de mí
mismo.
Y era muy cierto.
—No diga usted más, mi joven amigo —replicó amablemente el director,
estrechándome la mano—, y acompáñeme con una copa de Sauternes.
Bebimos. La asamblea imitó sin vacilar nuestro ejemplo. Todos charlaban, bromeaban,
reían, hacían las cosas más absurdas, mientras los violines chirriaban, el tambor tronaba, los
trombones mugían como otros tantos toros de bronce de Falaris... y aquella escena,
empeorando de minuto en minuto, a medida que los vinos hacían su efecto, se convertía
finalmente en una especie de pandemonio in petto. A todo esto, con algunas botellas de
Sauternes y Vougeot entre los dos, Monsieur Maillard y yo continuábamos nuestro diálogo
a gritos. Cualquier palabra pronunciada con tono natural se hubiera oído mucho menos que
la voz de un pez en las cataratas del Niágara.
—¿No mencionó usted antes de la cena —le grité al oído— que el antiguo sistema de la
dulzura encerraba ciertos peligros? ¿Puede explicarme cuáles?
—Sí —repuso él—, en algunas ocasiones era sumamente peligroso. Los caprichos de
los locos son inexplicables, y en mi opinión, así como en la del doctor Tarr y el profesor
Fether, nunca se está seguro si se los deja andar solos y sin vigilancia. Un insano puede ser
«calmado» por un tiempo, pero terminará siempre provocando algún alboroto. Su astucia,
además, es tan proverbial como grande. Si proyecta alguna cosa, la ocultará con
maravillosa sagacidad, y la destreza con que finge la cordura presenta para el filósofo uno
de los problemas más singulares del estudio de la mente. Créame usted: cuando un loco
parece completamente sano, ha llegado el momento de ponerle la camisa de fuerza.
—Pero el peligro del cual hablaba usted, mi querido señor... En el curso de su propia
experiencia... mientras dirigía esta casa... ¿ha tenido razones para creer que la libertad era
peligrosa en un caso de locura?
—¿Aquí? ¿En el curso de mi propia experiencia? Pues bien... sí. Por ejemplo: no hace
mucho, sucedió en esta misma casa algo muy extraño. Como usted sabe regía el sistema de
dulzura y todos los enfermos andaban en libertad. Se conducían muy bien...; tan bien, que
cualquier persona sensata se hubiera dado cuenta de que se preparaba algún designio
diabólico, tanta era la compostura con que se portaban. Y así ocurrió, en efecto: una