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es que lo sirven...» —Y luego —dijo un personaje de aire cadavérico situado hacia el final de la mesa, recogiendo el hilo interrumpido de la conversación—, entre otras extravagancias tuvimos cierta vez a un paciente que sostenía con gran obstinación ser un queso de Córdoba, y andaba cuchillo en mano pidiendo a sus amigos que probaran una rebanada de su muslo. —Era un perfecto loco, sin duda —dijo otro—, pero no se lo puede comparar con cierto individuo a quien todos conocemos, excepción hecha de ese extraño caballero. Aludo al hombre que se creía una botella de champaña y andaba siempre descorchándose con un ruido y un burbujeo... como esto. Y el orador, muy groseramente según pensé, apoyó el pulgar derecho en la mejilla izquierda, retirándolo con un sonido semejante al de una botella que se descorcha, tras lo cual y mediante un hábil juego de la lengua entre los dientes, produjo un agudo silbido que duró largo tiempo y que imitaba el de la espuma del champaña. Noté claramente que esta conducta no era del agrado de Monsieur Maillard, pero no dijo nada y la conversación continuó a cargo de un hombrecito muy delgado que usaba una enorme peluca. —Teníamos también a un ignorante —dijo— que se tomaba por una rana, a la cual por cierto no dejaba de parecerse bastante. Me hubiera gustado que le viese usted, señor — agregó, dirigiéndose a mí—, pues le habría encantado la naturalidad con que actuaba. Si aquel hombre no era una rana, sólo puedo agregar que lo lamento mucho. Su croar, en esta forma... O-o-o-ogh... O-o-o-o-ogh... era la nota más bella del mundo... ¡un si bemol! Y cuando ponía los codos en la mesa así... después de haber bebido un vaso o dos de vino... y abría la boca, así... y revolvía los ojos en esta forma... y los guiñaba con extraordinaria rapidez... pues bien, señor mío, puedo asegurarle que hubiera caído en el colmo de la admiración frente al genio de aquel hombre. —No tengo la menor duda —dije. —Y también teníamos a Petit Gaillard —dijo otro—, que se creía un polvo de rapé, y estaba afligidísimo porque no podía tomarse a sí mismo entre el pulgar y el índice. —Y también a Jules Desoulières, que había sido un genio muy notable y, al enloquecer, creyó que era una calabaza. Perseguía de continuo al cocinero, pidiéndole que lo utilizara para hacer un pastel, a lo cual el cocinero se negaba indignado. Por mi parte no dejo de pensar que un pastel de calabaza à la Desouliè hubiera sido excelente. —¡Me asombra usted! —exclamé, mirando con aire interrogativo a Monsieur Maillard. —¡Ja, ja, ja! —rió este caballero—. ¡Ja, ja, ja; je, je, je; ji, ji, ji! ¡Excelente! No tiene por qué asombrarse, amigo mío. Nuestro compañero es todo un ingenio... un drôle... No hay que tomarlo al pie de la letra. —También —dijo otro de los comensales— estaba Bouffon-Le Grand, un tipo extraordinario a su modo. El amor lo trastornó, y se creía dueño de dos cabezas. Sostenía que una de ellas era la de Cicerón, mientras la otra estaba compuesta; vale decir que era la de Demóstenes desde la frente a la boca, y la de Lord Brougham, de la boca al mentón. No es imposible que estuviera equivocado, pero lo hubiese convencido a usted de lo contrario, pues era hombre de grandísima elocuencia. Tenía verdadera pasión por la oratoria y no podía dejar de manifestarla. Por ejemplo, solía saltar sobre la mesa, en esta forma, y... En este momento, alguien que se hallaba al lado del que hablaba le puso la mano en el hombro y le susurró unas palabras al oído; inmediatamente el otro guardó silencio y se dejó caer en su asiento. —Y no olvidemos —dijo el que lo había interrumpido— a Boullard, la perinola. Le llamo la perinola porque le había entrado la manía muy singular, aunque no por completo