su canción y me recibió con graciosa cortesía. Hablaba en voz baja y todas sus actitudes
eran apagadas. Me pareció advertir asimismo huellas de dolor en su rostro, de una palidez
excesiva aunque no desagradable para mi gusto. Vestía de luto riguroso y provocó en mí un
sentimiento donde se mezclaban el respeto, el interés y la admiración.
Había oído decir en París que la institución de Monsieur Maillard se regía por lo que se
denominaba vulgarmente el «sistema de la dulzura»; que los castigos estaban abolidos, que
se prescindía en casi todos los casos del confinamiento, y que los pacientes, aunque
secretamente vigilados, gozaban de gran libertad aparente, permitiéndoseles que pasearan
por la casa y los jardines con todos los derechos de las personas en su sano juicio.
Teniendo en cuenta estos informes, me cuidé de lo que decía en presencia de la joven,
pues no estaba seguro de que fuese cuerda; había en sus ojos cierto brillo inquieto que me
llevaba a sospechar que no lo era. Limité, pues, mis observaciones a tópicos generales,
escogiendo aquellos menos indicados para desagradar o excitar a una loca. Contestó de la
manera más sensata a todo lo que le dije, y hasta sus observaciones personales mostraban la
señal del sentido común más evidente. Empero, una larga familiaridad con los fundamentos
de la locura me habían enseñado a no fiarme de ninguna apariencia de cordura, y a lo largo
de toda la conversación seguí obrando con las mismas precauciones iniciales.
Poco después presentóse un apuesto doméstico de librea, trayendo una bandeja con
frutas, vino y otros refrescos, que compartí con el director y la dama, quien al poco rato
abandonó el salón. Tan pronto hubo salido miré a mi huésped con aire de interrogación.
—No, no —repuso—. Forma parte de mi familia. Es mi sobrina, y por cierto que una
mujer muy notable.
—Le pido mil disculpas por mi sospecha —dije—, pero sé muy bien que sabrá usted
excusarme. La excelente administración de esta casa es bien conocida en París, y pensé
que, después de todo, bien podía suceder que...
—Sí, claro está. No diga usted más. Soy yo quien debo darle las gracias por la loable
prudencia que ha demostrado. Pocas veces se advierte tanta previsión en los jóvenes, y más
de una vez han sucedido tristes contratiempos por culpa del aturdimiento de nuestros
visitantes. Cuando mi antiguo sistema se hallaba en vigencia y se permitía a mis pacientes
que pasearan a gusto por todos lados, con frecuencia caían en crisis frenéticas a causa de
los imprudentes que visitaban este lugar. Por eso me vi obligado a establecer un sistema
rígido de exclusión, y no permito la entrada de nadie en cuya discreción no pueda confiar.
—¡Cuando su antiguo sistema estaba en vigencia! —exclamé, repitiendo sus
palabras—. ¿Debo entender, pues, que el «sistema de la dulzura», de que tanto he oído
hablar, no se aplica más?
—Hace ya varias semanas —me contestó— que hemos renunciado a él por completo.
—¿Realmente? ¡Me asombra usted!
—Mi querido señor —dijo suspirando—, nos convencimos de la absoluta necesidad de
volver a los antiguos métodos. El peligro del sistema de la dulzura era realmente espantoso,
mientras que sus ventajas han sido muy exager adas por la opinión. Entiendo que en esta
casa el experimento se ha cumplido de la manera más leal. Hicimos todo lo que era humana
y racionalmente posible. Lamento que no nos haya visitado usted en otro tiempo, pues
entonces podría juzgar por sí mismo. Supongo, sin embargo, que se halla al tanto del
sistema de la dulzura... con todos sus detalles.
—No, ciertamente. Sólo he oído noticias de tercera o cuarta mano.
—Puedo decirle entonces que, en términos generales, el sistema consiste en que el
paciente es ménagé, en que se toleran sus caprichos. Jamás nos oponíamos a las fantasías