la excelente razón de que no creen que haya absolutamente nada del otro lado.
En torno a la orilla del valle (que es muy uniforme y pavimentado de baldosas chatas)
se extiende una hilera continua de sesenta casitas. De espaldas a las colinas, miran, claro
está, al centro de la llanura que queda justo a sesenta yardas de la puerta de cada una. Cada
casa tiene un jardinillo delante, con un sendero circular, un cuadrante solar y veinticuatro
repollos. Los edificios mismos son tan exactamente parecidos que es imposible distinguir
uno de otro. A causa de su gran antigüedad el estilo arquitectónico es algo extraño, pero no
por ello menos notablemente pintoresco. Están construidos con pequeños ladrillos
endurecidos a fuego, rojos, con los extremos negros, de manera que las paredes semejan un
tablero de ajedrez de gran tamaño. Los gabletes miran al frente y hay cornisas, tan grandes
como todo el resto de la casa, sobre los aleros y las puertas principales. Las ventanas son
estrechas y profundas, con vidrios muy pequeños y grandes marcos. Los tejados están
cubiertos de abundantes tejas de grandes bordes acanalados. El maderaje es todo de color
oscuro, muy tallado, pero pobre en la variedad del diseño, pues desde tiempo inmemorial
los tallistas de Vondervotteimittiss sólo han sabido tallar dos objetos: el reloj y el repollo.
Pero lo hacen admirablemente bien y los prodigan con singular ingenio allí donde
encuentran espacio para la gubia.
Las casas son tan semejantes por dentro como por fuera, y el moblaje responde a un
solo modelo. Los pisos son de baldosas cuadradas, las sillas y mesas de madera negra con
patas finas y retorcidas, adelgazadas en la punta. Las chimeneas son anchas y altas, y tienen
no sólo relojes y repollos esculpidos en el frente, sino un verdadero reloj que hace un
prodigioso tic-tac, en el centro de la repisa, y en cada extremo un florero con un repollo que
sobresale a manera de batidor. Entre cada repollo y el reloj hay un hombrecillo de
porcelana con una gran barriga, y en ella un agujero a través del cual se ve el cuadrante de
un reloj.
Los hogares son amplios y profundos, con morillos de aspecto retorcido y agresivo.
Allí arde constantemente el fuego sobre el cual pende un enorme pote lleno de repollo agrio
y carne de cerdo, que una buena mujer de la casa vigila continuamente. Es una anciana
pequeña y gruesa, de ojos azules y cara roja, y usa un gran bonete como un terrón de
azúcar, adornado de cintas purpúreas y amarillas. El vestido es de una basta mezcla de lana
y algodón de color naranja, muy amplio por detrás y muy corto de talle, a decir verdad muy
corto en otras partes, pues no baja de la mitad de la pierna. Las piernas son un poco
gruesas, lo mismo que los tobillos, pero lleva un bonito par de calcetines verdes que se las
cubren. Los zapatos, de cuero rosado, se atan con un lazo de cinta amarilla que se abre en
forma de repollo. En la mano izquierda lleva un pequeño reloj holandés; en la derecha
empuña un cucharón para el repollo agrio y el cerdo. Tiene a su lado un gordo gato
mosqueado, con un reloj de juguete atado a la cola que «los muchachos» le han puesto por
bromear.
En cuanto a los muchachos, están los tres en el jardín cuidando el cerdo. Tienen cada
uno dos pies de altura. Usan sombrero de tres puntas, chaleco color púrpura que les llega
hasta los muslos, calzones de piel de ante, calcetines rojos de lana, pesados zapatos con
hebilla de plata y largos levitones con grandes botones de nácar. Cada uno de ellos tiene,
además, una pipa en la boca y en la mano derecha un pequeño reloj protuberante. Una
bocanada de humo y un vistazo, un vistazo y una bocanada de humo. El cerdo, que es
corpulento y perezoso, se ocupa ya de recoger las hojas que caen de los repollos, ya de dar
una coz al reloj dorado que los pillos le han atado también a la cola para ponerle tan
elegante como al gato.