como para llenar la sala del San Carlos, la articulaba con la más minuciosa precisión, tanto
en las escalas ascendentes como en las descendentes, las cadencias y florituras. En el final
de La Sonámbula logró el más notable de los efectos en el pasaje donde se dice:
Ah!, non giunge uman pensiero
Al contento ond’io son piena.
Aquí, imitando a la Malibrán, modificó la melodía original de Bellini, dejando caer la
voz hasta el sol tenor, y entonces, con una rápida transición, saltó al sol sobreagudo, a dos
octavas de intervalo.
Terminados aquellos milagros de ejecución vocal, Madame Lalande volvió a la
estancia donde me hallaba y se sentó nuevamente a mi lado, mientras yo le expresaba en
términos entusiastas el deleite que me había causado su interpretación. No dije nada de mi
sorpresa y, sin embargo, estaba muy sorprendido; pues cierta debilidad o mejor cierta
trémula indecisión en la voz de mi amada cuando conversaba naturalmente, me había hecho
suponer que, cantando, no se elevaría sobre un nivel ordinario de interpretación.
Nuestro diálogo volvióse entonces tan largo, profundo e ininterrumpido, como pleno de
franqueza. Hízome narrar muchos episodios de mi vida y escuchó con ansiosa atención
cada palabra que le decía. No oculté nada, pues no me creía con derecho para hacerlo, a su
cariñosa confianza. Alentado por su candor sobre la delicada cuestión de la edad, no sólo
detallé con toda franqueza muchos defectos menudos que me aquejaban, sino que confesé
francamente todos esos defectos morales y aun físicos cuya revelación, al exigir un coraje
muy grande, prueban categóricamente la fuerza del amor. Me referí a mis locuras de
estudiante, mis extravagancias, las juergas de la juventud, mis deudas y mis galanteos.
Llegué incluso a referirme a cierta tos hética que me había preocupado en un tiempo, a un
reumatismo crónico, a una tendencia a la gota y, finalmente, a la desagradable y
molestísima debilidad visual que hasta entonces ocultara cuidadosamente.
—Sobre este último punto —dijo riendo Madame Lalande— ha cometido usted una
imprudencia al confesar, pues de no haberlo hecho doy por sentado que nadie hubiese
podido acusarlo de tal defecto. Y ya que hablamos de esto —continuó, mientras me parecía,
pese a la penumbra de la estancia, que el rubor ganaba sus mejillas—, ¿recuerda usted, mon
cher ami, este pequeño auxiliar que cuelga de mi cuello?
Mientras hablaba hizo girar entre sus dedos el pequeño par de gemelos que tanto me
habían trastornado en la ópera.
—¡Oh, cómo quiere usted que no lo recuerde! —exclamé, oprimiendo
apasionadamente la delicada mano que me ofrecía el instrumento para que lo examinara.
Era un complicado y admirable juguete, ricamente revestido y afiligranado,
resplandeciente de gemas que, a pesar de la falta de luz, daban prueba de su altísimo valor.
—Eh bien, mon ami! —continuó ella, con cierto empressement en su voz que me
sorprendió un tanto—. Eh bien, mon ami, me ha pedido usted insistentemente un favor que,
según sus amables palabras, considera inapreciable. Me ha pedido que nos casemos
mañana... Si le doy mi consentimiento... que, añado, representa asimismo consentir a los
requerimientos de mi corazón... ¿no tendré derecho a pedir, a mi vez, un pequeño favor?
—¡Pídalo usted! —exclamé con una energía que estuvo a punto de concentrar sobre
nosotros la atención de los asistentes, mientras sólo la presencia de éstos me impedía
arrojarme apasionadamente a los pies de mi amada—. ¡Pídalo, queridísima Eugènie, ahora
mismo... aunque esté ya concedido antes de que haya usted dicho una sola palabra!