rápida y desagradablemente en mi pensamiento. Pero me esperaba una tranquilidad tan
grande como instantánea al ver que la dama se limitaba a alcanzar un programa al caballero
sin decirle palabra; el lector podrá empero hacerse una vaga idea de mi estupefacción, de
mi profundo asombro, del delirante trastorno de mi corazón y de mi alma cuando, después
de haber mirado furtivamente en torno, Madame Lalande posó de lleno sus ojos en los
míos, y luego, con una débil sonrisa que dejaba ver sus brillantes dientes como perlas, me
hizo dos inclinaciones de cabeza tan inequívocas como afirmativas...
Sería inútil que me extendiera sobre mi alegría, mi transporte, el ilimitable éxtasis de
mi corazón. Si algún hombre se volvió loco por exceso de felicidad, ése fui yo en aquel
momento. Amaba. Era mi primer amor y lo sentía así. Era un amor supremo, indescriptible.
Era «amor a primera vista», y también a primera vista había sido apreciado y
correspondido.
¡Sí, correspondido! ¿Cómo y por qué había de dudarlo? ¿Qué otra explicación podía
dar de semejante conducta por parte de una mujer tan hermosa, tan acaudalada, tan llena de
cualidades y altísimos méritos, de posición social tan encumbrada y en todo sentido, tan
respetable como indudablemente lo era Madame Lalande? ¡Sí, me amaba... correspondía al
entusiasmo de mi amor con un entusiasmo tan ciego, tan firme, tan desinteresado, tan lleno
de abandono, tan ilimitado como el mío!
Aquellas deliciosas fantasías se vieron interrumpidas por la caída del telón. Levantóse
el público y sobrevino la confusión de costumbre. Apartándome de Talbot, me esforcé
desesperadamente por acercarme a Madame Lalande. Pero como la multitud no me lo
permitiera, renuncié a mi propósito y volví a casa, consolándome por no haber podido rozar
siquiera el borde de su manto, al pensar que Talbot me presentaría a ella al día siguiente.
Llegó, por fin, la mañana; vale decir que por fin amaneció después de una larga y
fatigosa noche de impaciencia. Las horas se arrastraron, lúgubres e innumerables caracoles,
hasta la una. Pero está dicho que aun Estambul tendrá su fin, y la hora llegó. Oyóse la
campanada de la una. Con su último eco me presenté en B... y pregunté por Talbot.
—Está ausente —me respondió el lacayo, que era precisamente el de mi amigo.
—¡Ausente! —exclamé, retrocediendo varios pasos—. Permítame decirle, amiguito,
que eso es completamente imposible. Mr. Talbot no está ausente. ¿Qué quiere usted
hacerme creer?
—Nada, señor... salvo que Mr. Talbot está ausente. Se fue a S... apenas terminó de
desayunar, y dejó dicho que no volvería hasta dentro de una semana.
Me quedé petrificado de horror y rabia. Quise replicar, pero la lengua no me obedecía.
Por fin, me alejé, lívido de cólera, mientras en mi interior enviaba a toda la familia Talbot a
las regiones más recónditas del Erebo. No cabía duda de que mi amable amigo, il fanatico,
habíase olvidado de su cita conmigo y que la había olvidado en el momento mismo de
fijarla. Jamás había sido hombre de palabra. Imposible remediarlo, y, por tanto, ahogando
lo mejor posible mi resentimiento, remonté malhumorado la calle, haciéndole fútiles
averiguaciones sobre Madame Lalande a cuanto amigo encontraba en mi camino. Descubrí
que todos habían oído hablar de ella, pero como sólo llevaba algunas semanas en la ciudad,
pocos podían jactarse de conocerla personalmente. Estos pocos carecían de familiaridad
suficiente para creerse autorizados a presentarme en el curso de una visita matinal.
Mientras, lleno de desesperación, hablaba con un trío de amigos sobre el único tema
que absorbía mi corazón, ocurrió que el tema mismo pasó cerca de nosotros.
—¡Allí está, por mi vida! —exclamó uno de ellos.
—¡Extraordinariamente hermosa! —dijo el segundo.