esos pozos, esto es, que su horrible disposición impedía que la vida se extinguiera de golpe.
La agitación de mi espíritu me mantuvo despierto durante largas horas, pero finalmente
acabé por adormecerme. Cuando desperté, otra vez había a mi lado un pan y un cántaro de
agua. Me consumía una sed ardiente y de un solo trago vacié el jarro. El agua debía
contener alguna droga, pues apenas la hube bebido me sentí irresistiblemente adormilado.
Un profundo sueño cayó sobre mí, un sueño como el de la muerte. No sé, en verdad, cuánto
duró, pero cuando volví a abrir los ojos los objetos que me rodeaban eran visibles. Gracias
a un resplandor sulfuroso, cuyo origen me fue imposible determinar al principio, pude
contemplar la extensión y el aspecto de mi cárcel.
Mucho me había equivocado sobre su tamaño. El circuito completo de los muros no
pasaba de unas veinticinco yardas. Durante unos minutos, esto me llenó de una vana
preocupación. Vana, sí, pues nada podía tener menos importancia, en las terribles
circunstancias que me rodeaban, que las simples dimensiones del calabozo. Pero mi espíritu
se interesaba extrañamente en nimiedades y me esforcé por descubrir el error que había
podido cometer en mis medidas. Por fin se me reveló la verdad. En la primera tentativa de
exploración había contado cincuenta y dos pasos hasta el momento en que caí al suelo. Sin
duda, en ese instante me encontraba a uno o dos pasos del jirón de estameña, es decir, que
había cumplido casi completamente la vuelta del calabozo. Al despertar de mi sueño debí
emprender el camino en dirección contraria, es decir, volviendo sobre mis pasos, y así fue
cómo supuse que el circuito medía el doble de su verdadero tamaño. La confusión de mi
mente me impidió reparar entonces que había empezado mi vuelta teniendo la pared a la
izquierda y que la terminé teniéndola a la derecha. También me había engañado sobre la
forma del calabozo. Al tantear las paredes había encontrado numerosos ángulos,
deduciendo así que el lugar presentaba una gran irregularidad. ¡Tan potente es el efecto de
las tinieblas sobre alguien que despierta de la letargia o del sueño! Los ángulos no eran más
que unas ligeras depresiones o entradas a diferentes intervalos. Mi prisión tenía forma
cuadrada. Lo que había tomado por mampostería resultaba ser hierro o algún otro metal,
cuyas enormes planchas, al unirse y soldarse, ocasionaban las depresiones. La entera
superficie de esta celda metálica aparecía toscamente pintarrajeada con todas las horrendas
y repugnantes imágenes que la sepulcral superstición de los monjes había sido capaz de
concebir. Las figuras de demonios amenazantes, de esqueletos y otras imágenes todavía
más terribles recubrían y desfiguraban los muros. Reparé en que las siluetas de aquellas
monstruosidades estaban bien delineadas, pero que los colores parecían borrosos y vagos,
como si la humedad de la atmósfera los hubiese afectado. Noté asimismo que el suelo era
de piedra. En el centro se abría el pozo circular de cuyas fauces, abiertas como si bostezara,
acababa de escapar; pero no había ningún otro en el calabozo.
Vi todo esto sin mucho detalle y con gran trabajo, pues mi situación había cambiado
grandemente en el curso de mi sopor. Yacía ahora de espaldas, completamente estirado,
sobre una especie de bastidor de madera. Estaba firmemente amarrado por una larga banda
que parecía un cíngulo. Pasaba, dando muchas vueltas, por mis miembros y mi cuerpo,
dejándome solamente en libertad la cabeza y el brazo derecho, que con gran trabajo podía
extender hasta los alimentos, colocados en un plato de barro a mi alcance. Para mayor
espanto, vi que se habían llevado el cántaro de agua. Y digo espanto porque la más
intolerable sed me consumía. Por lo visto, la intención de mis torturadores era estimular esa
sed, pues la comida del plato consistía en carne sumamente condimentada.
Mirando hacia arriba observé el techo de mi prisión. Tendría unos treinta o cuarenta
pies de alto, y su construcción se asemejaba a la de los muros. En uno de sus paneles