intolerable, y siguió conversando con una calma que me pareció cruel sobre varios puntos
de filosofía que habían constituido hasta entonces el tema de discusión entre nosotros.
Recuerdo que insistió muy especialmente (entre otras cosas) en la idea de que la principal
fuente de error de todas las investigaciones humanas se encontraba en el riesgo que corría
la inteligencia de menospreciar o sobrestimar la importancia de un objeto por el cálculo
errado de su cercanía.
—Para estimar adecuadamente —decía— la influencia ejercida a la larga sobre la
humanidad por la amplia difusión de la democracia, la distancia de la época en la cual tal
difusión puede posiblemente realizarse no dejaría de constituir un punto digno de ser tenido
en cuenta. Sin embargo, ¿puede usted mencionarme algún autor que, tratando del gobierno,
haya considerado merecedora de discusión esta particular rama del asunto?
Aquí se detuvo un momento, se acercó a una biblioteca y sacó una de las comunes
sinopsis de historia natural. Pidiéndome que intercambiáramos nuestros asientos para poder
distinguir mejor los menudos caracteres del volumen, se sentó en mi sillón junto a la
ventana y, abriendo el libro, prosiguió su discurso en el mismo tono que antes.
—De no ser por su extraordinaria minucia —dijo— en la descripción del monstruo
quizá no hubiera tenido nunca la posibilidad de mostrarle de qué se trata. En primer lugar,
permítame que le lea una sencilla descripción del género Sphinx, de la familia
Crepuscularia, del orden Lepidóptera, de la clase Insecta o insectos. La descripción dice lo
siguiente: «Cuatro alas membranosas cubiertas de pequeñas escamas coloreadas, de
apariencia metálica; boca en forma de trompa enrollada, formada por una prolongación de
las quijadas, sobre cuyos lados se encuentran rudimentos de mandíbulas y palpos vellosos;
las alas inferiores unidas a las superiores por un pelo rígido; antenas en forma de garrote
alargado, prismático; abdomen en punta. La Esfinge Calavera ha ocasionado gran terror en
el vulgo, en otros tiempos, por una especie de grito melancólico que profiere y por la
insignia de muerte que lleva en el corselete.»
Aquí cerró el libro y se reclinó en el asiento, adoptando la misma posición que yo
ocupara en el momento de contemplar «el monstruo».
—¡Ah, aquí está! —exclamó entonces—. Vuelve a subir la ladera de la colina, y es una
criatura de apariencia muy notable, lo admito. De todos modos, no es tan grande ni está tan
lejos como usted lo imaginaba; pues el hecho es que, mientras sube retorciéndose por este
hilo que alguna araña ha tejido a lo largo del marco de la ventana, considero que debe de
tener la decimosexta parte de un pulgada de longitud, y que a esa misma distancia,
aproximadamente, se encuentra de mis pupilas.