embargo, cuando describa el monstruo (que vi claramente y vigilé durante todo el período
de su marcha), para mis lectores, lo temo, será más difícil aceptar estas cosas de lo que lo
fue para mí.
Considerando el tamaño del animal en comparación con el diámetro de los grandes
árboles junto a los cuales pasara —los pocos gigantes del bosque que habían escapado a la
furia del desmoronamiento—, concluí que era mucho más grande que cualquier paquebote
existente. Digo paquebote porque la forma del monstruo lo sugería; el casco de uno de
nuestros barcos de guerra de setenta y cuatro cañones podría dar una idea muy aceptable de
sus líneas generales. La boca del animal estaba situada en el extremo de una trompa de
unos sesenta o setenta pies de largo, casi tan gruesa como el cuerpo de un elefante común.
Cerca de la raíz de esta trompa había una inmensa cantidad de negro pelo hirsuto, más del
que hubieran podido proporcionar las pieles de veinte búfalos; y brotand o de este pelo hacia
abajo y lateralmente surgían dos colmillos brillantes, parecidos a los del jabalí, pero de
dimensiones infinitamente mayores. Hacia adelante, paralelo a la trompa y a cada lado de
ella, se extendía una gigantesca asta de treinta o cuarenta pies de largo, aparentemente de
puro cristal y en forma de perfecto prisma, que reflejaba de manera magnífica los rayos del
sol poniente. El tronco tenía forma de cuña con la cúspide hacia tierra. De él salían dos
pares de alas, cada una de casi cien yardas de largo, un par situado sobre el otro y todas
espesamente cubiertas de escamas metálicas; cada escama medía aparentemente diez o
doce pies de diámetro. Observé que las hileras superior e inferior de alas estaban unidas por
una fuerte cadena. Pero la principal peculiaridad de aquella cosa horrible era la figura de
una calavera que cubría casi toda la superficie de su pecho, y estaba diestramente trazada
en blanco brillante sobre el fondo oscuro del cuerpo, como si la hubiera dibujado
cuidadosamente un artista. Mientras miraba aquel animal terrible, y especialmente su
pecho, con una sensación de espanto, de pavor, con un sentimiento de inminente calamidad
que ningún esfuerzo de mi razón pudo sofocar, advertí que las enormes mandíbulas en el
extremo de la trompa se separaban de improviso y brotaba de ellas un sonido tan fuerte y
tan fúnebre que me sacudió los nervios como si doblaran a muerto; y, mientras el monstruo
desaparecía al pie de la colina, caí de golpe, desmayado, en el suelo.
Al recobrarme, mi primer impulso fue, por supuesto, informar a mi amigo de lo que
había visto y oído; y apenas puedo explicar qué sentimiento de repugnancia me lo impidió.
Por fin, una tarde, tres o cuatro días después de lo ocurrido, estábamos juntos en el
aposento donde había visto la aparición, yo ocupando el mismo asiento junto a la misma
ventana y él tendido en un sofá al alcance de la mano. La asociación del lugar y la hora me
impulsaron a referirle el fenómeno. Me escuchó hasta el final; al principio rió cordialmente
y luego adoptó un continente excesivamente grave, como si sobre mi locura no cupiese
ninguna duda. En ese momento tuve otra clara visión del monstruo, hacia el cual, con un
grito de absoluto terror, dirigí su atención. Miró ansiosamente, pero afirmó que no veía
nada, aunque yo le señalé con detalle el camino de la bestia mientras descendía por la
desnuda ladera de la colina.
Entonces me alarmé muchísimo, pues consideré la visión, o como un presagio de mi
muerte, o, peor aún, como anuncio de un ataque de locura. Me eché violentamente hacia
atrás y durante unos instantes hundí la cara en las manos. Cuando me destapé los ojos, la
aparición ya no era visible.
Mi huésped, sin embargo, había recobrado en cierto modo la calma de su continente y
me interrogaba con minucia sobre la conformación de la bestia. Cuando le hube dado cabal
satisfacción sobre este punto, suspiró profundamente, como aliviado de alguna carga