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mármol. A veces, frente a los acantilados, se extiende una pequeña y limitada meseta cubierta de ricos pastos, la cual brinda la posición más pintoresca para un cottage y un jardín que la más opulenta imaginación pueda concebir. Los meandros de la corriente son numerosos y bruscos, como ocurre habitualmente cuando las orillas son escarpadas, y así la impresión que reciben los ojos del viajero al avanzar, es la de una interminable sucesión de laguitos, o, mejor dicho, de estanques, infinitamente variados. El Wissahiccon, sin embargo, debe ser visitado, no como el «bello Melrose», al claro de luna o aun con tiempo nublado, sino en el más brillante fulgor del mediodía, pues la estrechez de la garganta por la cual corre, la altura de las colinas laterales, la espesura del follaje, conspiran para producir un efecto sombrío, si no absolutamente lóbrego, que, a menos de ser aliviado por una luz general, brillante, desmerece la pura belleza del paisaje. No hace mucho visité el arroyo por el camino descrito y pasé la mayor parte de un día bochornoso navegando en un esquife por sus aguas. El calor fue venciéndome gradualmente y, cediendo a la influencia del paisaje y del tiempo y al suave movimiento de la corriente, me sumí en un semisueño, durante el cual mi imaginación se solazó en visiones de los antiguos tiempos del Wissahiccon, de los «buenos tiempos» en que no existía el Demonio de la Locomotora, cuando nadie soñaba con picnics, cuando no se compraban ni se vendían «derechos de navegación», cuando el piel roja hollaba solo, junto con el alce, los cerros que ahora se destacan allá arriba. Y mientras estas fantasías iban adueñándose gradualmente de mi espíritu, el perezoso arroyo me había llevado, pulgada tras pulgada, en torno a un promontorio y a plena vista de otro que limitaba la perspectiva a una distancia de cuarenta o cincuenta yardas. Era un cantil empinado, rocoso, que se hundía profundamente en el agua y presentaba las características de una pintura de Salvator Rosa mucho más señaladas que en cualquier otra parte del recorrido. Lo que vi sobre ese acantilado, aunque seguramente era un objeto de naturaleza muy extraordinaria, considerados la estación y el lugar, al principio ni me sorprendió ni me asombró, por su absoluta y apropiada coincidencia con las soñolientas fantasías que me envolvían. Vi, o soñé que veía, de pie en el borde mismo del precipicio, con el cuello tendido, las orejas tiesas y toda la actitud reveladora de una curiosidad profunda y melancólica, uno de los más viejos y más osados alces, idénticos a los que yo uniera con los pieles rojas de mi visión. Digo que durante unos minutos esta aparición ni me sorprendió ni me asombró. Durante ese intervalo mi alma entera quedó absorta en una intensa simpatía. Imaginé al alce quejoso tanto como maravillado de la manifiesta decadencia operada en el arroyo y en su vecindad, aun en los últimos años, por la cruel mano del utilitarismo. Pero un ligero movimiento de la cabeza del animal destruyó de inmediato el conjuro del ensueño que me envolvía, y despertó en mí la sensación cabal de la novedad de la aventura. Me incorporé sobre una rodilla dentro del esquife y, mientras dudaba entre detener mi marcha o dejarme llevar más cerca del objeto que me había maravillado, oí las palabras «¡chist!, ¡chist!», pronunciadas rápidamente pero con prudencia desde los matorrales de lo alto. Instantes después un negro emergía de la maleza, separando las ramas con cuidado y caminando cautelosamente. Llevaba en una mano un puñado de sal y, tendiéndola hacia el alce, se acercó lento pero seguro. El noble animal, aunque un poco inquieto, no hizo el menor intento de escapar. El negro avanzó, ofreció la sal y dijo unas palabras de aliento o conciliación. Entonces el alce agachó la cabeza, pateó y después se echó tranquilamente y aceptó el ronzal. Así termina mi cuento del alce. Era un viejo animal mimado, de hábitos muy domésticos, y pertenecía a una familia inglesa que ocupaba una villa de la vecindad.