maravillas más verdaderas, más ricas y más indecibles de la tierra.
En la mayor parte de Europa esta necesidad no existe. En Inglaterra es absolutamente
desconocida. El más elegante de los turistas puede visitar todos los rincones dignos de ser
vistos sin detrimento de sus calcetines de seda, tan bien conocidos son todos los lugares
interesantes y tan bien organizados están los medios de acceso. Nunca se ha dado a esta
consideración la debida importancia cuando se compara el escenario natural del viejo
mundo con el del nuevo. Toda la belleza del primero es parangonada tan sólo con los más
famosos pero en modo alguno más eminentes lugares del último.
El paisaje fluvial tiene indiscutiblemente en sí mismo todos los elementos principales
de la belleza y, desde tiempos inmemoriales, ha sido el tema favorito del poeta. Pero mucha
de su fama es atribuible al predominio de los viajes por vía fluvi al sobre los realizados por
terreno montañoso. De la misma manera los grandes ríos, por ser habitualmente grandes
caminos, han acaparado en todos los países una indebida admiración. Han sido más
observados y, en consecuencia, han constituido tema de discurso más a menudo que otras
corrientes menos importantes pero con frecuencia de mayor interés.
Un singular ejemplo de mis observaciones sobre este tópico puede hallarse en el
Wissahiccon, un arroyo (pues apenas merece nombre más importante) que se vuelca en el
Schuykill, a unas seis millas al oeste de Filadelfia. Ahora bien, el Wissahiccon es de una
belleza tan notable, que si corriera en Inglaterra sería el tema de todos los bardos y el tópico
común de todas las lenguas, siempre que sus orillas no hubieran sido loteadas a precios
exorbitantes como solares para las villas de los opulentos. Sin embargo, hace muy pocos
años que se oye hablar del Wissahiccon, mientras el río más ancho y más navegable, en el
cual se vuelca, ha sido celebrado desde largo tiempo atrás como uno de los más hermosos
ejemplos de paisaje fluvial americano. El Schuykill, cuyas bellezas han sido muy
exageradas —y cuyas orillas, por lo menos en las cercanías de Filadelfia, son pantanosas
como las del Delaware—, en modo alguno es comparable, en cuanto objeto de interés
pintoresco, con el más humilde y menos famoso riachuelo del cual hablamos.
Hasta que Fanny Kemble, en su extraño libro sobre los Estados Unidos, señaló a los
nativos de Filadelfia el raro encanto de esa corriente que llega a sus propias puertas, este
encanto no era más que sospechado por algunos caminantes aventureros de la vecindad.
Pero una vez que el Diario abrió los ojos de todos, el Wissahiccon, hasta cierto punto,
alcanzó de inmediato la notoriedad. Digo «hasta cierto punto», pues en realidad la
verdadera belleza del riachuelo se encuentra lejos de la ruta de los cazadores de
pintoresquismo de Filadelfia, quienes rara vez avanzan más allá de una milla o dos de la
boca del riacho, por la excelentísima razón de que allí se detiene la carretera. Yo
aconsejaría al aventurero deseoso de contemplar sus más hermosos parajes que tomara el
Ridge Road, el cual corre desde la ciudad hacia el oeste, y, después de alcanzar el segundo
sendero más allá del sexto mojón, siguiera este sendero hasta el final. Así sorprenderá al
Wissahiccon en uno de sus mejores parajes, y en un esquife, o recorriendo sus orillas,
puede remontar la corriente y bajar con ella, como se le ocurra: en cualquier dirección
encontrará su recompensa.
Ya he dicho, o debería haber dicho, que el arroyo es estrecho. Sus orillas son casi
siempre escarpadas y consisten en altas colinas cubiertas de nobles arbustos cerca del agua
y coronadas, a gran altura, por algunos de los más espléndidos árboles forestales de
América, entre los cuales sobresale el Liriodendron Tulipifera. Las orillas inmediatas, sin
embargo, son de granito, de aristas agudas o cubiertas de musgo, que el agua diáfana lame
en su suave flujo, como las azules olas del Mediterráneo los peldaños de sus palacios de