que una mano se posaba ligeramente en mi hombro, y otra vez escuché al oído aquel
profundo, inolvidable, maldito susurro.
Arrebatado por un incontenible frenesí de rabia, me volví violentamente hacia el que
acababa de interrumpirme y lo aferré por el cuello. Tal como lo había imaginado, su disfraz
era exactamente igual al mío: capa española de terciopelo azul y cinturón rojo, del cual
pendía una espada. Una máscara de seda negra ocultaba por completo su rostro.
—¡Miserable! —grité con voz enronquecida por la rabia, mientras cada sílaba que
pronunciaba parecía atizar mi furia—. ¡Miserable impostor! ¡Maldito villano! ¡No me
perseguirás... no, no me perseguirás hasta la muerte! ¡Sígueme, o te atravieso de lado a lado
aquí mismo!
Y me lancé fuera de la sala de baile, en dirección a una pequeña antecámara contigua,
arrastrándolo conmigo.
Cuando estuvimos allí, lo rechacé con violencia. Trastrabilló, mientras yo cerraba la
puerta con un juramento y le ordenaba ponerse en guardia. Vaciló apenas un instante;
luego, con un ligero suspiro, desenvainó la espada sin decir palabra y se aprestó a
defenderse.
El duelo fue breve. Yo me hallaba en un frenesí de excitación y sentía en mi brazo la
energía y la fuerza de toda una multitud. En pocos segundos lo fui llevando
arrolladoramente hasta acorralarlo contra una pared, y allí, teniéndolo a mi merced, le hundí
varias veces la espada en el pecho con brutal ferocidad.
En aquel momento alguien movió el pestillo de la puerta. Me apresuré a evitar una
intrusión, volviendo inmediatamente hacia mi moribundo antagonista. ¿Pero qué lenguaje
humano puede pintar esa estupefacción, ese horror que se posesionaron de mí frente al
espectáculo que me esperaba? El breve instante en que había apartado mis ojos parecía
haber bastado para producir un cambio material en la disposición de aquel ángulo del
aposento. Donde antes no había nada, alzábase ahora un gran espejo (o por lo menos me
pareció así en mi confusión). Y cuando avanzaba hacia él, en el colmo del espanto, mi
propia imagen, pero cubierta de sangre y pálido el rostro, vino a mi encuentro
tambaleándose.
Tal me había parecido, lo repito, pero me equivocaba. Era mi antagonista, era Wilson,
quien se erguía ante mí agonizante. Su máscara y su capa yacían en el suelo, donde las
había arrojado. No había una sola hebra en sus ropas, ni una línea en las definidas y
singulares facciones de su rostro, que no fueran las mías, que no coincidieran en la más
absoluta identidad.
Era Wilson. Pero ya no hablaba con un susurro, y hubiera podido creer que era yo
mismo el que hablaba cuando dijo:
—Has vencido, y me entrego. Pero también tú estás muerto desde ahora... muerto para
el mundo, para el cielo y para la esperanza. ¡En mí existías... y al matarme, ve en esta
imagen, que es la tuya, cómo te has asesinado a ti mismo!