nuevas pruebas del odioso interés que Wilson mostraba en mis asuntos. Corrieron los años,
sin que pudiera hallar alivio. ¡El miserable...! ¡Con qué inoportuna, con qué espectral
solicitud se interpuso en Roma entre mí y mis ambiciones! También en Viena... en Berlín...
en Moscú. A decir verdad, ¿dónde no tenía yo amargas razones para maldecirlo de todo
corazón? Huí, al fin, de aquella inescrutable tiranía, aterrado como si se tratara de la peste;
huí hasta los confines mismos de la tierra. Y en vano.
Una y otra vez, en la más secreta intimidad de mi espíritu, me formulé las preguntas:
«¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué quiere?» Pero las respuestas no llegaban.
Minuciosamente estudié las formas, los métodos, los rasgos dominantes de aquella
impertinente vigilancia, pero incluso ahí encontré muy poco para fundar una conjetura
cualquiera. Cabía advertir, sin embargo, que en las múltiples instancias en que se había
cruzado en mi camino en los últimos tiempos, sólo lo había hecho para frustrar planes o
malograr actos que, de cumplirse, hubieran culminado en una gran maldad. ¡Pobre
justificación, sin embargo, para una autoridad asumida tan imperiosamente! ¡Pobre
compensación para los derechos de un libre albedrío tan insultantemente estorbado!
Me había visto obligado a notar asimismo que, en ese largo período (durante el cual
continuó con su capricho de mostrarse vestido exactamente como yo, lográndolo con
milagrosa habilidad), mi atormentador consiguió que no pudiera ver jamás su rostro las
muchas veces que se interpuso en el camino de mi voluntad. Cualquiera que fuese Wilson,
esto, por lo menos, era el colmo de la afectación y la insensatez. ¿Cómo podía haber
supuesto por un instante que en mi amonestador de Eton, en el desenmascarador de Oxford,
en aquel que malogró mi ambición en Roma, mi venganza en París, mi apasionado amor en
Nápoles, o lo que falsamente llamaba mi avaricia en Egipto, que en él, mi archienemigo y
genio maligno, dejaría yo de reconocer al William Wilson de mis días escolares, al tocayo,
al compañero, al rival, al odiado y temido rival de la escuela del doctor Bransby?
¡Imposible! Pero apresurémonos a llegar a la última escena del drama.
Hasta aquel momento yo me había sometido por completo a su imperiosa dominación.
El sentimiento de reverencia con que habitualmente contemplaba el elevado carácter, el
majestuoso saber y la ubicuidad y omnipotencia aparentes de Wilson, sumado al terror que
ciertos rasgos de su naturaleza y su arrogancia me inspiraban, habían llegado a
convencerme de mi total debilidad y desamparo, sugiriéndome una implícita, aunque
amargamente resistida sumisión a su arbitraria voluntad. Pero en los últimos tiempos acabé
entregándome por completo a la bebida, y su terrible influencia sobre mi temperamento
hereditario me hizo impacientarme más y más frente a aquella vigilancia. Empecé a
murmurar, a vacilar, a resistir. ¿Y era sólo la imaginación la que me inducía a creer que a
medida que mi firmeza aumentaba, la de mi atormentador sufría una disminución
proporcional? Sea como fuere, una ardiente esperanza empezó a aguijonearme y fomentó
en mis más secretos pensamientos la firme y desesperada resolución de no tolerar por más
tiempo aquella esclavitud.
Era en Roma, durante el carnaval del 18..., en un baile de máscaras que ofrecía en su
palazzo el duque napolitano Di Broglio. Me había dejado arrastrar más que de costumbre
por los excesos de la bebida, y la sofocante atmósfera de los atestados salones me irritaba
sobremanera. Luchaba además por abrirme paso entre los invitados, cada vez más
malhumorado, pues deseaba ansiosamente encontrar (no diré por qué indigna razón) a la
alegre y bellí ͥ