Aludí a nuestras gigantescas fuerzas mecánicas.
Convino en que algo sabíamos de esas cosas, pero me preguntó cómo me las habría
arreglado para colocar las impostas de los dinteles, aun en un templo tan pequeño como el
de Karnak.
Decidí no escuchar esta pregunta, y quise saber si tenía alguna idea sobre los pozos
artesianos. El conde se limitó a levantar las cejas, mientras Mr. Gliddon me guiñaba con
violencia el ojo y me decía en voz baja que los ingenieros encargados de las perforaciones
en el Gran Oasis acababan de descubrir uno hacía muy poco.
Mencioné entonces nuestro acero, pero el egipcio levantó desdeñosamente la nariz y
me preguntó si nuestro acero habría podido ejecutar los profundos relieves que se ven en
los obeliscos y que se ejecutaban con la sola ayuda de instrumentos de cobre.
Esto nos desconcertó tanto que juzgamos prudente trasladar la ofensiva al campo
metafísico. Mandamos buscar un ejemplar de un libro llamado The Dial, y le leímos en alta
voz uno o dos capítulos acerca de algo no muy claro, pero que los bostonianos
denominaban el Gran Movimiento del Progreso.
El conde se limitó a decir que los Grandes Movimientos eran cosas tristemente
vulgares en sus días; en cuanto al Progreso, en cierta época había sido una verdadera
calamidad, pero nunca llegó a progresar.
Hablamos entonces de la belleza e importancia de la democracia, y tuvimos gran
trabajo para hacer entender debidamente al conde las ventajas de que gozábamos viviendo
allí donde existía el sufragio ad libitum, y no había ningún rey.
Nos escuchó muy interesado y, en realidad, me dio la impresión de que se divertía
muchísimo. Cuando hubimos terminado, nos hizo saber que, mucho tiempo atrás, había
ocurrido entre ellos algo parecido. Trece provincias egipcias decidieron ser libres y dar un
magnífico ejemplo al resto de la humanidad. Sus sabios se reunieron y confeccionaron la
más ingeniosa constitución que pueda concebirse. Durante un tiempo se las arreglaron
notablemente bien, sólo que su tendencia a la fanfarronería era prodigiosa. La cosa terminó,
empero, el día en que los quince Estados, a quienes se agregaron otros quince o veinte, se
consolidaron creando el más odioso e insoportable despotismo que jamás se haya visto en
la superficie de la tierra.
Pregunté el nombre del tirano usurpador.
El conde creía recordar que se llamaba Populacho.
No sabiendo qué decir a esto, alcé mi voz para deplorar la ignorancia de los egipcios
sobre el vapor.
El conde me miró lleno de asombro, pero no dijo nada. En cambio el contertulio
silencioso me dio fuertemente en las costillas con el codo, diciéndome que bastante había
hecho ya el ridículo, y preguntándome si realmente era tan tonto como para no saber que la
moderna máquina de vapor deriva de la invención de Hero, pasando por Salomón de Caus.
Nos hallábamos en grave peligro de ser derrotados. Pero, entonces, para nuestra buena
suerte, el doctor Ponnonner acudió a socorrernos e inquirió si el pueblo egipcio pretendía
rivalizar seriamente con los modernos en la importantísima cuestión del vestido.
El conde, al oír esto, miró las trabillas de sus pantalones y, tomando luego uno de los
faldones de su chaqueta, se lo acercó a los ojos durante largo rato. Por fin lo dejó caer,
mientras su boca se iba extendiendo gradualmente de oreja a oreja; pero no recuerdo que
dijese nada a manera de contestación.
Recobramos así nuestro ánimo, y el doctor, acercándose con gran dignidad a la momia,
le pidió que declarara francamente, por su honor de caballero, si alguna vez los egipcios