Conversación con una momia
El symposium de la noche anterior había sido un tanto excesivo para mis nervios. Me
dolía horriblemente la cabeza y me dominaba una invencible modorra. Por ello, en vez de
pasar la velada fuera de casa como me lo había propuesto, se me ocurrió que lo más sensato
era comer un bocado e irme inmediatamente a la cama.
Hablo, claro está, de una cena liviana. Nada me gusta tanto como las tostadas con
queso y cerveza. Más de una libra por vez, sin embargo, no es muy aconsejable en ciertos
casos. En cambio, no hay ninguna oposición que hacer a dos libras. Y, para ser franco,
entre dos y tres no hay más que una unidad de diferencia. Puede ser que esa noche haya
llegado a cuatro. Mi mujer sostiene que comí cinco, aunque con seguridad confundió dos
cosas muy diferentes. Estoy dispuesto a admitir la cantidad abstracta de cinco; pero, en
concreto, se refiere a las botellas de cerveza que las tostadas de queso requieren
imprescindiblemente a modo de condimento.
Habiendo así dado fin a una cena frugal, me puse mi gorro de dormir con intención de
no quitármelo hasta las doce del día siguiente, apoyé la cabeza en la almohada y, ayudado
por una conciencia sin reproches, me sumí en profundo sueño.
Mas, ¿cuándo se vieron cumplidas las esperanzas humanas? Apenas había completado
mi tercer ronquido cuando la campanilla de la puerta se puso a sonar furiosamente, seguida
de unos golpes de llamador que me despertaron al instante. Un minuto después, mientras
estaba frotándome los ojos, entró mi mujer con una carta que me arrojó a la cara y que
procedía de mi viejo amigo el doctor Ponnonner. Decía así:
Deje usted cualquier cosa, querido amigo, apenas reciba esta carta. Venga y agréguese
a nuestro regocijo. Por fin, después de perseverantes gestiones, he obtenido el
consentimiento de los directores del Museo para proceder al examen de la momia. Ya sabe
a cuál me refiero. Tengo permiso para quitarle las vendas y abrirla si así me pa ɕ