extraordinario, salvo un paquete en el bolsillo de la chaqueta, el cual, según se verificó más
tarde, contenía una mezcla de antimonio y una sustancia desconocida en proporciones casi
iguales. Hasta ahora todos los esfuerzos por analizar la mencionada sustancia han
fracasado, pero no cabe duda de que se terminará por averiguar su composición
Saliendo de la cámara con su prisionero, los policías pasaron por una especie de
antecámara donde no se encontró nada de importancia, y entraron en el dormitorio del
químico. Inspeccionaron allí cajones y estantes, sin hallar más que algunos papeles, así
como una cantidad de monedas legítimas de plata y oro. Por fin, mirando debajo de la cama
descubrieron un gran baúl ordinario de fibras, sin bisagras, cierre ni cerradura, cuya tapa
había sido descuidadamente puesta a través de la parte principal. Al tratar de extraer el baúl
de debajo de la cama, los tres policías, todos ellos robustos, descubrieron que sus fuerzas
reunidas no eran capaces de «moverlo ni una sola pulgada». Después de mucho
asombrarse, uno de ellos se metió debajo de la cama y, mirando dentro del baúl, exclamó:
—¡Con razón no podíamos moverlo! ¡Está lleno hasta el borde de pedazos de bronce
viejo!
Luego de poner los pies en la pared para contar con un buen punto de apoyo, y de
empujar con todas sus fuerzas mientras sus compañeros lo ayudaban, el policía logró al fin
con mucha dificultad que el baúl resbalara hasta asomar fuera de la cama, permitiendo el
examen de su contenido. El supuesto bronce que lo llenaba consistía en trozos pequeños y
regulares, cuyo tamaño iba desde el de un guisante hasta el de un dólar; todos los trozos
eran de forma irregular, más o menos chatos, y en conjunto daban la impresión «del plomo
cuando se lo arroja al suelo en estado de fusión y se lo deja enfriar así».
Pues bien, ninguno de los oficiales de policía sospechó en aquel momento que dicho
metal podía ser otra cosa que bronce. La idea de que fuera oro no les entró en la cabeza,
naturalmente; ¿cómo podría haber sido de otra manera? Y bien cabe suponer su
estupefacción cuando al día siguiente se supo en todo Bremen que aquel «montón de
bronce» tan desdeñosamente transportado a la comisaría, sin que nadie se tomara la
molestia de echarse al bolsillo un solo pedazo, no solamente era oro, oro de verdad, sino un
oro mucho más puro que el que se emplea para acuñar moneda; oro absolutamente puro,
virgen, sin la más insignificante aleación.
No necesito extenderme en detalles sobre la confesión de Von Kempelen y su
excarcelación, pues son bien conocidas por el público. Nadie que se halle en su sano juicio
puede dudar ya de que ha realizado, en espíritu y de hecho, si no al pie de la letra, la vieja
quimera de la piedra filosofal. Las opiniones de Arago merecen, ni que decirlo, la mayor
consideración; pero Arago no es infalible, y lo que dice del bismuto en su informe a la
Academia debe ser tomado cum grano salis. La sencilla verdad es que, hasta este momento,
todos los análisis han fracasado, y que mientras Von Kempelen no nos proporcione la clave
del enigma que él mismo ha hecho público lo más probable es que la cosa siga durante años
in statu quo. Todo lo que honestamente cabe considerar como sabido es que el oro puro
puede fabricarse a voluntad y muy fácilmente, partiendo del plomo combinado con ciertas
sustancias cuyas clase y proporciones son desconocidas.
Abundan las conjeturas, como es natural, sobre los resultados inmediatos y mediatos de
este descubrimiento —el cual no dejará de ser relacionado por las personas reflexivas con
el creciente interés que existe en general por el oro luego de los últimos episodios en
California—. Y esto nos lleva a otra cosa: lo excesivamente inoportuno del hallazgo de
Von Kempelen. Si muchos se abstuvieron de aventurarse en California temerosos de que el
oro perdiera de tal modo el valor por la cantidad de minas descubiertas, y que ir a buscarlo