emparentada de alguna manera con Mäelzel, célebre por su autómata jugador de ajedrez.
[Si no nos equivocamos, el nombre del inventor del autómata era Kempelen, Von
Kempelen, o algo parecido. ED.]
Físicamente es un hombre robusto, de baja estatura, con grandes y prominentes ojos
azules, cabello y patillas de un rubio arenoso, boca grande, pero agradable; hermosos
dientes, y, según creo, nariz aguileña. Tiene un pie defectuoso. Se expresa francamente, y
en su actitud general hay mucho de bonhomía. Tomado en conjunto, su aspecto, su lenguaje
y sus actos son lo menos parecido a los de «misántropo» que jamás se haya visto. Hace seis
años nos encontramos en el hotel Earl, en Providence, Rhode Island, y calculo que en total
conversé con él unas tres o cuatro horas. Sus temas principales eran los del día, y ninguna
de sus palabras me llevó a sospechar sus aptitudes científicas. Dejó el hotel antes que yo, a
fin de trasladarse a Nueva York, y de allí a Bremen. Su gran descubrimiento se dio a
conocer primeramente en esta ciudad, o, mejor dicho, fue allí donde primeramente se
sospechó lo que había descubierto. He aquí lo que sé del ya inmortal Von Kempelen, pero
me ha parecido que estos pocos detalles interesarían al público.
Poca duda puede caber de que la mayoría de los maravillosos rumores que corren sobre
este asunto son puras invenciones, dignas de tanto crédito como la historia de la lámpara de
Aladino, y, sin embargo, en un caso como éste, como en el de los descubrimientos de
California, es evidente que la verdad puede ser más extraña que la ficción. La siguiente
anécdota, por lo menos, está tan bien confirmada que podemos creer implícitamente en ella.
Von Kempelen careció siempre de recursos durante su residencia en Bremen; muchas
veces, según era sabido, se vio obligado a apelar a recursos extremos a fin de conseguir
míseras sumas de dinero. Cuando se produjo la sensacional falsificación en la casa
Gutsmuth & Co., las sospechas recayeron sobre él, por cuanto había comprado una
propiedad importante en la calle Gasperitch, y al ser interrogado sobre la forma en que se
había procurado el dinero para la compra, no dio jamás una explicación. Finalmente lo
arrestaron; pero, como no se le pudo comprobar nada definitivo, fue puesto en libertad. La
policía seguía, no obstante, vigilándolo de cerca y descubrió que con frecuencia
abandonaba su casa, siguiendo siempre el mismo camino, hasta burlar invariablemente a
sus seguidores en las vecindades de ese laberinto de estrechos y sinuosos pasajes conocido
por el ostentoso nombre de «Dondergat». Por fin, después de mucha perseverancia, lo
encontraron en la buhardilla de una vieja casa de siete pisos, en una callejuela llamada
Flatzplatz, y al irrumpir bruscamente en la habitación vieron a Von Kempelen entregado,
según se imaginaron, a sus maniobras de falsificación. Mostróse de tal manera agitado que
los policías no tuvieron la menor duda de que era culpable. Luego de colocarle las esposas,
revisaron la habitación o, mejor dicho, las habitaciones, pues parece que ocupaba toda la
mansarde.
Contigua a la buhardilla donde lo habían atrapado había una cámara de diez pies por
ocho, equipada con algunos aparatos químicos cuya naturaleza no ha sido aún precisada. En
un rincón de la cámara aparecía un pequeño horno donde ardía un intenso fuego; sobre éste
se hallaba una especie de doble crisol, es decir, dos crisoles comunicados por un tubo. Uno
de éstos aparecía lleno de plomo en fusión, que no alcanzaba a la abertura del tubo, situada
cerca del borde. El otro crisol contenía cierto líquido que, al entrar los policías, se
evaporaba a gran velocidad. Afirmaron éstos que, al verse acorralado, Von Kempelen
aferró los crisoles con ambas manos (que tenía enguantadas, sabiéndose más tarde que los
guantes eran de amianto) y arrojó su contenido al piso de baldosas. Fue entonces cuando lo
esposaron, y antes de requisar las habitaciones examinaron sus ropas, sin encontrar nada