globo! Pero un globo como jamás se había visto antes en Rotterdam. Pues, permítaseme
preguntar, ¿se ha visto alguna vez un globo íntegramente fabricado con periódicos sucios?
No en Holanda, por cierto; y, sin embargo, bajo las mismísimas narices del pueblo —o,
mejor dicho, a cierta distancia sobre sus narices— veíase el globo en cuestión, como lo sé
por los mejores testimonios, compuesto del aludido material que a nadie se le hubiera
ocurrido jamás para semejante propósito. Aquello constituía un egregio insulto al buen
sentido de los burgueses de Rotterdam.
Con respecto a la forma del raro fenómeno, todavía era más reprensible, pues consistía
nada menos que en un enorme gorro de cascabeles al revés. Y esta similitud se vio
notablemente aumentada cuando, al observarlo más de cerca, la muchedumbre descubrió
una gran borla o campanilla colgando de su punta y, en el borde superior o base del cono,
un círculo de pequeños instrumentos que semejaban cascabeles y que tintineaban
continuamente haciendo oír la tonada de Betty Martin. Pero aún había algo peor. Colgando
de cintas azules en la extremidad de esta fantástica máquina, veíase, a modo de navecilla,
un enorme sombrero de castor parduzco, de ala extraordinariamente ancha y de copa
hemisférica, con cinta negra y hebilla de plata. No deja de ser notable que muchos
ciudadanos de Rotterdam juraran haber visto con anterioridad dicho sombrero, y que la
entera muchedumbre pareciera contemplarlo familiarmente, mientras la señora Grettel
Pfaall, al distinguirlo, profería una exclamación de jubilosa sorpresa, declarando que el
sombrero era idéntico al de su honrado marido en persona.
Ahora bien, esta circunstancia merecía tenerse en cuenta, pues Pfaall, en unión de tres
camaradas, había desaparecido de Rotterdam cinco años atrás de manera tan súbita como
inexplicable, y hasta la fecha de esta narración todas las tentativas por encontrarlos habían
fracasado. Es verdad que se descubrieron algunos huesos que parecían humanos, mezclados
con un montón de restos de raro aspecto, en un lugar muy retirado al este de la ciudad; y
algunos llegaron al punto de imaginar que en aquel sitio había tenido lugar un horrible
asesinato, del que Hans Pfaall y sus amigos habían sido seguramente las víctimas. Pero no
nos alejemos de nuestro tema.
El globo (pues ya no cabía duda de que lo era) hallábase a unos cien pies del suelo,
permitiendo a la muchedumbre contemplar con bastante detalle la persona de su ocupante.
Por cierto que se trataba de un ser sumamente singular. No debía de tener más de dos pies
de estatura, pero, aun siendo tan pequeño, no hubiera podido mantenerse en equilibrio en
una navecilla tan precaria, de no ser por un aro que le llegaba a la altura del pecho y se
hallaba sujeto al cordaje del globo. El cuerpo del hombrecillo era excesivamente ancho,
dando a toda su persona un aire de redondez singularmente absurdo. Sus pies, claro está,
resultaban invisibles. Las manos eran enormemente anchas. Tenía cabello gris, recogido
atrás en una coleta. La nariz era prodigiosamente larga, ganchuda y rubicunda; los ojos,
grandes, brillantes y agudos; aunque arrugados por la edad, el mentón y las mejillas eran
generosos, gordezuelos y dobles, pero en ninguna parte de su cabeza se alcanzaba a
descubrir la menor señal de orejas. Este extraño y diminuto caballero vestía un amplio
capote de raso celeste y calzones muy ajustados haciendo juego, sujetos con hebillas de
plata en las rodillas. Su chaqueta era de un tejido amarillo brillante; un gorro de tafetán
blanco le caía garbosamente a un lado de la cabeza. Y, para completar su atavío, un pañuelo
rojo sangre envolvía su garganta, volcándose sobre el pecho en un elegante lazo de
extraordinarias dimensiones.
Habiendo bajado, como ya dije, a unos cien pies del suelo, el anciano y menudo
caballero se vio acometido por un intenso temblor, y no pareció nada dispuesto a continuar