que reside hace mucho en París, donde está empleado, y cuyas andanzas en uno u otro
sentido se limitan en su mayoría a la vecindad de las oficinas públicas. Sabe que raras veces
se aleja más de doce cuadras de su oficina sin ser reconocido o saludado por alguien. Frente
a la amplitud de sus relaciones personales, compara esta notoriedad con la de la joven
perfumista, sin advertir mayor diferencia entre ambas, y llega a la conclusión de que,
cuando Marie salía de paseo, no tardaba en ser reconocida por diversas personas, como en
su caso. Pero esto podría ser cierto si Marie hubiese cumplido itinerarios regulares y
metódicos, tan restringidos como los del redactor, y análogos a los suyos. Nuestro
razonador va y viene a intervalos regulares dentro de una periferia limitada, llena de
personas que lo conocen porque sus intereses coinciden con los suyos, puesto que se
ocupan de tareas análogas. Pero cabe suponer que los paseos de Marie carecían de rumbo
preciso. En este caso particular lo más probable es que haya tomado por un camino distinto
de sus itinerarios acostumbrados. El paralelo que suponemos existía en la mente de Le
Commerciel sólo es defendible si se trata de dos personas que atraviesan la ciudad de
extremo a extremo. En este caso, si imaginamos que las relaciones personales de cada uno
son equivalentes en número, también serán iguales las posibilidades de que cada uno
encuentre el mismo número de personas conocidas. Por mi parte, no sólo creo posible, sino
muy probable, que Marie haya andado por las diversas calles que unen su casa con la de su
tía, sin encontrar a ningún conocido. Al estudiar este aspecto como corresponde, no se debe
olvidar nunca la gran desproporción entre las relaciones personales (incluso las del hombre
más popular de París) y la población total de la ciudad.
»De todos modos, la fuerza que aparentemente pueda tener la sugestión de Le
Commerciel disminuye mucho si pensamos en la hora en que Marie abandonó su casa.
“Las calles estaban llenas de gente cuando salió”, dice Le Commerciel; pero no es así. Eran
las nueve de la mañana. Es verdad que durante toda la semana las calles están llenas de
gente a las nueve. Pero no el domingo. Ese día, la mayoría de los vecinos están en su casa,
preparándose para ir a la iglesia. Ninguna persona observadora habrá dejado de reparar en
el aire particularmente desierto de la ciudad, entre las ocho y las diez del domingo. De diez
a once, las calles están colmadas, pero nunca en el período antes señalado.
»En otro punto me parece que Le Commerciel parte de una observación deficiente. “Un
trozo de una de las enaguas de la infortunada muchacha —dice—, de dos pies de largo por
uno de ancho, le fue aplicado bajo el mentón y atado detrás de la cabeza, probablemente
para ahogar sus gritos. Los individuos que hicieron esto no tenían pañuelo en el bolsillo.”
Ya veremos si esta idea está bien fundada o no; pero por “individuos que no tenían pañuelo
en el bolsillo” el redactor entiende la peor ralea de malhechores. Ahora bien, ocurre que
precisamente éstos tienen siempre un pañuelo en el bolsillo, aunque carezcan de camisa.
Habrá tenido usted ocasión de observar cuan indispensable se ha vuelto en estos últimos
años el pañuelo para el matón más empedernido.»
—¿Y qué cabe pensar —pregunté— del artículo de Le Soleil?
—Pues cabe pensar que es una lástima que su redactor no haya nacido loro, en cuyo
caso hubiera sido el más ilustre de su raza. Se ha limitado a repetir los distintos puntos de
las publicaciones ajenas, escogiéndolos con laudable esfuerzo de uno y otro diario. «Con
toda evidencia —manifiesta— los objetos hallados llevaban en el lugar tres o cuatro
semanas, por lo menos... No cabe ninguna duda, pues, que se ha descubierto el lugar de tan
espantoso atentado.» Los hechos señalados aquí por Le Soleil están sin embargo muy lejos
de disipar mis dudas al respecto, y vamos a examinarlos detalladamente más adelante, en
relación con otro aspecto del asunto.