aclararse que comprometiera a las personas en cuestión, las cuales recobraron la libertad.
Por más raro que parezca, habían transcurrido tres semanas desde el descubrimiento del
cuerpo sin que surgiera la menor luz reveladora, antes de que el rumor de los
acontecimientos que tanto agitaban la opinión pública llegara a oídos de Dupin y de mí.
Sumidos en investigaciones que reclamaban toda nuestra atención, hacía más de un mes
que ninguno de los dos salía a la calle, recibía visitas o leía los diarios, aparte de una ojeada
a los editoriales políticos. La primera noticia del asesinato nos fue traída por G... en
persona. Se presentó en la tarde del 13 de julio de 18... y permaneció con nosotros hasta
muy entrada la noche. Se sentía picado ante el fracaso de todos sus esfuerzos por atrapar a
los asesinos. Su reputación —según declaró con un aire típicamente parisiense— estaba
comprometida. Incluso su honor se veía mancillado. Los ojos de la sociedad estaban
clavados en él y no había sacrificio que no estuviese dispuesto a realizar para que el
misterio quedara aclarado. Terminó su curiosa perorata con un cumplido sobre lo que
denominaba el tacto de Dupin, y le hizo una proposición tan directa como generosa, cuya
naturaleza precisa no estoy en condiciones de declarar, pero que no tiene relación directa
con el tema fundamental de mi relato.
Mi amigo rechazó el cumplido lo mejor que pudo, pero aceptó inmediatamente la
proposición, aunque sus ventajas eran momentáneas. Arreglado este punto, el prefecto
procedió a ofrecernos sus explicaciones del asunto, mezcladas con largos comentarios sobre
los testimonios recogidos (que no conocíamos aún). Habló largo tiempo, indudablemente
con mucha sapiencia, mientras yo insinuaba una que otra sugestión y la noche avanzaba
con interminable lentitud. Dupin, cómodamente instalado en su sillón habitual, era la
encarnación misma de la atención respetuosa. No se quitó en ningún momento los anteojos,
y una ojeada ocasional que lancé por detrás de los cristales verdes bastó para convencerme
de que dormía tan profunda como silenciosamente, a lo largo de las siete u ocho
pesadísimas horas que precedieron la partida del prefecto.
A la mañana siguiente me procuré en la prefectura un informe completo de todos los
testimonios obtenidos y, en las oficinas de los diarios, un ejemplar de cada edición en la
cual se hubieran publicado noticias importantes sobre el triste caso. Libres de todo lo que
cabía rechazar de plano, el total de las informaciones era el siguiente:
Marie Rogêt abandonó la casa de su madre en la rue Pavee Saint André hacia las nueve
de la mañana del domingo 22 de junio de 18... Al salir informó a un señor Jacques St.
Eustache16 —y solamente a él— que tenía intención de pasar el día en casa de una tía que
habitaba en la rue des Drômes. Esta calle, angosta y breve pero muy populosa, no está lejos
de la orilla del río y queda a unas dos millas —siguiendo la línea más directa posible— de
la pensión de madame Rogêt. St. Eustache era el novio oficial de Marie, y vivía en la
pensión donde asimismo almorzaba y cenaba. Quedó convenido que iría a buscar a su
prometida al anochecer, para acompañarla de regreso. Aquella tarde, empero, se puso a
llover copiosamente y, al suponer que Marie se quedaría en casa de su tía (como lo había
hecho en circunstancias similares), su novio no creyó necesario mantener su promesa. A
medida que avanzaba la noche, oyóse decir a madame Rogêt (que era una anciana
achacosa, de setenta años) «que no volvería a ver nunca más a Marie»; pero en el momento
nadie tomó en cuenta su observación.
El lunes se supo con certeza que la muchacha no había estado en la rue des Drômes, y
cuando transcurrió el día sin noticias de ella se inició una tardía búsqueda en distintos
16
Payne.