cuya rama secundaria o final reconocerán todos los lectores en el reciente asesinato de
Mary Cecilia Rogers, en Nueva York.
Cuando en un relato titulado «Los crímenes de la calle Morgue», publicado hace un
año, traté de poner de manifiesto algunas notables características de la mentalidad de mi
amigo, el chevalier C. Auguste Dupin, no se me ocurrió que volvería jamás a ocuparme del
tema. Era mi intención describir esas características, y su objeto fue plenamente logrado
dentro de la terrible serie de circunstancias que pusieron de manifiesto el modo de ser de
Dupin. Podría haber aducido otros ejemplos, pero no hubieran resultado más probatorios.
Los recientes sucesos, sin embargo, con su sorprendente desarrollo, me obligan a
proporcionar nuevos detalles que tendrán la apariencia de una confesión forzada. Pero,
luego de lo que he oído en estos últimos tiempos, sería verdaderamente extraño que
guardara silencio sobre lo que vi y oí hace mucho.
Una vez resuelta la tragedia de la muerte de madame L’Espanaye y su hija, Dupin se
despreocupó inmediatamente del asunto y recayó en sus viejos hábitos de melancólica
ensoñación. Por mi parte, inclinado como soy a la abstracción, no dejé de acompañarlo en
su humor; seguíamos ocupando las mismas habitaciones en el Faubourg Saint-Germain, y
abandonamos toda preocupación por el futuro para sumergirnos plácidamente en el
presente, reduciendo a sueños el mortecino mundo que nos rodeaba.
Estos sueños, sin embargo, solían interrumpirse. Fácilmente se imaginará que el papel
desempeñado por mi amigo en el drama de la rue Morgue no había dejado de impresionar a
la policía parisiense. El nombre de Dupin se había vuelto familiar a todos sus miembros. La
sencilla naturaleza de aquellas inducciones por la cuales había desenredado el misterio no
fue nunca explicado por Dupin a nadie, fuera de mí —ni siquiera al prefecto—, por lo cual
no sorprenderá que su intervención se considerara poco menos que milagrosa, o que las
aptitudes analíticas del chevalier le valieran fama de intuitivo. Su franqueza lo hubiera
llevado a desengañar a todos los que creyeran esto último, pero su humor indolente lo
alejaba de la reiteración de un tópico que había dejado de interesarle hacía mucho. Fue así
como Dupin se convirtió en el blanco de las miradas de la policía, y en no pocos casos la
prefectura trató de contratar sus servicios. Uno de los ejemplos más notables lo proporcionó
el asesinato de una joven llamada Marie Rogêt.
El hecho ocurrió unos dos años después de las atrocidades de la rue Morgue. Marie,
cuyo nombre y apellido llamarán inmediatamente la atención por su parecido con los de la
infortunada vendedora de cigarros de Nueva York, era hija única de la viuda Estelle Rogêt.
Su padre había muerto cuando Marie era muy pequeña, y desde entonces hasta unos
dieciocho meses antes del asesinato que nos ocupa, madre e hija habían vivido juntas en la
rue Pavee Saint André12, donde la señora Rogêt, ayudada por la joven, dirigía una pensión.
Las cosas siguieron así hasta que Marie cumplió veintidós años, y su gran belleza atrajo la
atención de un perfumista que ocupaba uno de los negocios en la galería del Palais Royal,
cuya clientela principal la constituían los peligrosos aventureros que infestaban la vecindad.
Monsieur Le Blanc13 no ignoraba las ventajas de que la bella Marie atendiera la perfumería,
y su generosa propuesta fue prontamente aceptada por la joven, aunque su madre no dejó de
mostrar alguna vacilación.
Las previsiones del comerciante se cumplieron, y sus salones no tardaron en hacerse
famosos gracias a los encantos de la vivaz grisette. Un año llevaba ésta en su empleo,
12
13
Nassau Street.
Anderson.