con frecuencia alcanza a ver de una sola ojeada el único método (a veces absurdamente
sencillo) por el cual puede provocar un error o precipitar a un falso cálculo.
Hace mucho que se ha reparado en el whist por su influencia sobre lo que da en
llamarse la facultad del cálculo, y hombres del más excelso intelecto se han complacido en
él de manera indescriptible, dejando de lado, por frívolo, al ajedrez. Sin duda alguna, nada
existe en ese orden que ponga de tal modo a prueba la facultad analítica. El mejor
ajedrecista de la cristiandad no puede ser otra cosa que el mejor ajedrecista, pero la
eficiencia en el whist implica la capacidad para triunfar en todas aquellas empresas más
importantes donde la mente se enfrenta con la mente. Cuando digo eficiencia, aludo a esa
perfección en el juego que incluye la aprehensión de todas las posibilidades mediante las
cuales se puede obtener legítima ventaja. Estas últimas no sólo son múltiples sino
multiformes, y con frecuencia yacen en capas tan profundas del pensar que el
entendimiento ordinario es incapaz de alcanzarlas. Observar con atención equivale a
recordar con claridad; en ese sentido, el ajedrecista concentrado jugará bien al whist, en
tanto que las reglas de Hoyle (basadas en el mero mecanismo del juego) son comprensibles
de manera general y satisfactoria. Por tanto, el hecho de tener una memoria retentiva y
guiarse por «el libro» son las condiciones que por regla general se consideran como la suma
del buen jugar. Pero la habilidad del analista se manifiesta en cuestiones que exceden los
límites de las meras reglas. Silencioso, procede a acumular cantidad de observaciones y
deducciones. Quizá sus compañeros hacen lo mismo, y la mayor o menor proporción de
informaciones así obtenidas no reside tanto en la validez de la deducción como en la
calidad de la observación. Lo necesario consiste en saber qué se debe observar. Nuestro
jugador no se encierra en sí mismo; ni tampoco, dado que su objetivo es el juego, rechaza
deducciones procedentes de elementos externos a éste. Examina el semblante de su
compañero, comparándolo cuidadosamente con el de cada uno de sus oponentes. Considera
el modo con que cada uno ordena las cartas en su mano; a menudo cuenta las cartas
ganadoras y las adicionales por la manera con que sus tenedores las contemplan. Advierte
cada variación de fisonomía a medida que avanza el juego, reuniendo un capital de ideas
nacidas de las diferencias de expresión correspondientes a la seguridad, la sorpresa, el
triunfo o la contrariedad. Por la manera de levantar una baza juzga si la persona que la
recoge será capaz de repetirla en el mismo palo. Reconoce la jugada fingida por la manera
con que se arrojan las cartas sobre el tapete. Una palabra casual o descuidada, la caída o
vuelta accidental de una carta, con la consiguiente ansiedad o negligencia en el acto de
ocultarla, la cuenta de las bazas, con el orden de su disposición, el embarazo, la vacilación,
el apuro o el temor... todo ello proporciona a su percepción, aparentemente intuitiva,
indicaciones sobre la realidad del juego. Jugadas dos o tres manos, conoce perfectamente
las cartas de cada uno, y desde ese momento utiliza las propias con tanta precisión como si
los otros jugadores hubieran dado vuelta a las suyas.
El poder analítico no debe confundirse con el mero ingenio, ya que si el analista es por
necesidad ingenioso, con frecuencia el hombre ingenioso se muestra notablemente incapaz
de analizar. La facultad constructiva o combinatoria por la cual se manifiesta habitualmente
el ingenio, y a la que los frenólogos (erróneamente, a mi juicio) han asignado un órgano
aparte, considerándola una facultad primordial, ha sido observada con tanta frecuencia en
personas cuyo intelecto lindaba con la idiotez, que ha provocado las observaciones de los
estudiosos del carácter. Entre el ingenio y la aptitud analítica existe una diferencia mucho
mayor que entre la fantasía y la imaginación, pero de naturaleza estrictamente análoga. En
efecto, cabe observar que los ingeniosos poseen siempre mucha fantasía mientras que el