propiedad de Legrand, entró a la carrera, me saltó a los hombros y me cubrió de caricias,
retribuyendo lo mucho que yo lo había mimado en mis anteriores visitas. Cuando hubieron
terminado sus cabriolas, miré el papel y, a decir verdad, me quedé no poco asombrado de lo
que mi amigo acababa de diseñar.
—¡Vaya! —dije, luego de examinarlo unos minutos—. Debo reconocer que el
escarabajo es realmente extraño. Jamás vi nada parecido a este animal... como no sea una
calavera, a la cual se asemeja más que a cualquier otra cosa.
—¡Una calavera! —repitió Legrand—. ¡Oh, sí...! En fin, no hay duda de que el dibujo
puede tener algún parecido con ella. Las dos manchas negras superiores dan la impresión
de ojos, ¿no es verdad?, y las más grandes de la parte inferior forman como una boca..., sin
contar que la forma general es ovalada.
—Puede ser —dije—, pero temo que usted no sea muy artista, Legrand. Tendré que
esperar a ver personalmente el escarabajo, para darme una idea de su aspecto.
—Tal vez —replicó él, un tanto picado—. Dibujo pasablemente... o por lo menos debía
ser así, ya que tuve buenos maestros, y me jacto de no ser un estúpido.
—Pues en ese caso, querido amigo, está usted bromeando —declaré—. Esto representa
bastante bien un cráneo, y hasta me atrevería a decir que es un excelente cráneo, conforme
a las nociones vulgares sobre esa región anatómica, y si su escarabajo se le parece, ha de
ser el escarabajo más raro del mundo. Incluso podríamos dar origen a una pequeña
superstición llena de atractivo, aprovechando el parecido. Me imagino que usted
denominará a su insecto scarabæus caput hominis, o algo parecido... No faltan nombres
semejantes en la historia natural. ¿Pero dónde están las antenas de que hablaba usted?
—¡Las antenas! —exclamó Legrand, que parecía inexplicablemente acalorado—. ¡No
puede ser que no distinga las antenas! Las dibujé con tanta claridad como puede vérselas en
el insecto mismo, y supongo que con eso basta.
—Muy bien, muy bien —repuse—. Admitamos que así lo haya hecho, pero, de todos
modos, no las veo.
Y le tendí el papel sin más comentarios, para no excitarlo. Me sentía sorprendido por el
giro que había tomado n uestro diálogo, y el malhumor de Legrand me dejaba perplejo; en
cuanto al croquis del insecto, estaba bien seguro de que no tenía antenas y que el conjunto
mostraba marcadísima semejanza con la forma general de una calavera.
Legrand tomó el papel con aire sumamente malhumorado y se disponía a estrujarlo, sin
duda con intención de arrojarlo al fuego, cuando una ojeada casual al dibujo pareció
reclamar intensamente su atención. Su rostro se puso muy rojo, para pasar un momento más
tarde a una extrema palidez. Sin moverse de donde estaba sentado siguió escrutando
atentamente el dibujo durante algunos segundos. Levantóse por fin y, tomando una bujía de
la mesa, fue a sentarse en un cofre situado en el rincón más alejado del cuarto. Allí volvió a
examinar ansiosamente el papel, dándole vueltas en todas direcciones. No dijo nada,
empero, y su conducta me dejó estupefacto, aunque juzgué prudente no acrecentar su
malhumor con algún comentario. Poco después extrajo su cartera del bolsillo de la
chaqueta, guardó cuidadosamente el papel y metió todo en un pupitre que cerró con llave.
Su actitud se había serenado, pero sin que le quedara nada de su primitivo entusiasmo.
Parecía, con todo, más absorto que enfurruñado. A medida que transcurría la velada se fue
perdiendo más y más en su ensoñación, sin que nada de lo que dije lo arrancara de ella. Era
mi intención pasar la noche en la cabaña, mas, al ver el estado de ánimo de mi huésped,
juzgué preferible marcharme. Legrand no trató de retenerme, pero, al despedirse de mí, me
estrechó la mano con una cordialidad aún más viva que de costumbre.