hubo, sin embargo, un día notablemente fresco. Poco antes de ponerse el sol me abrí paso
por los sotos hasta llegar a la choza de mi amigo, a quien no había visitado desde hacía
varias semanas; en aquel entonces vivía yo en Charleston, situado a nueve millas de la isla,
y las facilidades de transporte eran mucho menores que las actuales. Al llegar a la cabaña
golpeé a la puerta según mi costumbre y, como no obtuviera respuesta, busqué la llave
donde sabía que estaba escondida, abrí la puerta y entré. Un magnífico fuego ardía en el
hogar. Era aquélla una novedad y no desagradable por cierto. Me quité el abrigo, me instalé
en un sillón cerca de los chispeantes troncos y esperé pacientemente el regreso de mis
huéspedes.
Poco después de anochecido llegaron a la choza y me saludaron con gran cordialidad.
Sonriendo de oreja a oreja, Júpiter se afanó en preparar algunas fojas para la cena. Legrand
se hallaba en uno de sus accesos —¿qué otro nombre podía darles?— de entusiasmo. Había
encontrado un bivalvo desconocido, que constituía un nuevo género, y, lo que es más, había
perseguido y cazado con ayuda de Júpiter un scarabæus que, en su opinión, no era todavía
conocido, y sobre el cual deseaba conocer mi punto de vista a la mañana siguiente.
—¿Y por qué no esta noche misma? —pregunté, frotándome las manos ante las llamas,
mientras mentalmente enviaba al demonio la entera tribu de los scarabæi.
—¡Ah, si hubiera sabido que usted estaba aquí! —dijo Legrand—. Pero hemos pasado
un tiempo sin vernos... ¿Cómo podía adivinar que vendría a visitarme justamente esta
noche? Mientras volvía a casa me encontré con el teniente G..., del fuerte, y cometí la
tontería de prestarle el escarabajo; de manera que hasta mañana por la mañana no podrá
usted verlo. Quédese a pasar la noche; Jup irá a buscarlo al amanecer. ¡Es la cosa más
encantadora de la creación!
—¿Qué? ¿El amanecer?
—¡No, hombre, no! ¡El escarabajo! Su color es de oro brillante, y tiene el tamaño de
una gran nuez de nogal, con dos manchas de negro azabache en un extremo del dorso, y
otras dos, algo más grandes, en el otro. Las antennæ son...
—¡No tiene nada de estaño, massa Will! —interrumpió Júpiter8—. Ya le dije mil veces
que el bicho es de oro, todo de oro, cada pedazo de oro, afuera y adentro, menos las alas...
Nunca vi un bicho más pesado en mi vida.
—Pongamos que así sea, Jup —replicó Legrand con mayor vivacidad de lo que a mi
entender merecía la cosa—. ¿Es ésa una razón para que dejes quemarse las aves? El color
—agregó, volviéndose a mí— sería suficiente para que la opinión de Júpiter no pareciera
descabellada. Nunca se ha visto un brillo metálico semejante al que emiten los élitros...
pero ya juzgará por usted mismo mañana. Por el momento, trataré de darle una idea de su
forma.
Mientras decía esto fue a sentarse a una mesita, donde había pluma y tinta, pero no
papel. Buscó en un cajón, sin encontrarlo.
—No importa —dijo al fin—. Esto servirá.
Y extrajo del bolsillo del chaleco un pedazo de lo que me pareció un pergamino
sumamente sucio, sobre el cual procedió a trazar un tosco croquis a pluma. Mientras tanto
yo seguía en mi asiento junto al fuego, porque aún me duraba el frío de afuera. Terminado
el dibujo, Legrand me lo alcanzó sin levantarse. En momentos en que lo recibía oyóse un
sonoro ladrido, mientras unas patas arañaban la puerta. Abrióla Júpiter y un gran terranova,
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Júpiter confunde antennæ con tin, estaño. Resulta imposible traducir adecuadamente la jerga con que se
expresa Júpiter, y que es propia de los negros del sur de los Estados Unidos. (N. del T.)