El coloquio de Monos y Una
Μέλλοντα ταύτα
Cosas del futuro inmediato.
(SÓFOCLES, Antígona)
Una.—¿Resucitado?
Monos.—Sí, hermosa y muy amada Una, «resucitado». Ésta era la palabra sobre cuyo
místico sentido medité tanto tiempo, rechazando la explicación sacerdotal, hasta que la
muerte misma me develó el secreto.
Una.—¡La muerte!
Monos.—¡De qué extraña manera, dulce Una, repites mis palabras! Observo que tu
paso vacila y que hay una jubilosa inquietud en tus ojos. Te sientes confundida, oprimida
por la majestuosa novedad de la vida eterna. Sí, nombré a la muerte. Y aquí... ¡cuán
singularmente suena esa palabra que antes llevaba el terror a todos los corazones, que
manchaba todos los placeres!
Una.—¡Ah, muerte, espectro presente en todas las fiestas! ¡Cuántas veces, Monos, nos
perdimos en especulaciones sobre su naturaleza! ¡Cuan misteriosa se erguía como un límite
a la beatitud humana... diciéndole: «Hasta aquí, y no más»! Aquel profundo amor
recíproco, Monos, que ardía en nuestro pecho... ¡cuán vanamente nos jactamos, en la
felicidad de sus primeras palpitaciones, de que nuestra felicidad se fortalecería en la suya!
¡Ay, a medida que crecía aumentaba también en nuestros corazones el temor de aquella
hora aciaga que acudía precipitada a separarnos! Y así, con el tiempo, el amor se nos hizo
penoso. Y el odio hubiera sido una misericordia.
Monos.—No hables aquí de aquellas penas, querida Una... ¡ahora para siempre, para
siempre mía!
Una.—Pero el recuerdo del dolor pasado, ¿no es alegría presente? Mucho tengo que
decir aún de las cosas que fueron. Ardo sobre todo por conocer los incidentes de tu pasaje a
través del oscuro Valle y de la Sombra.
Monos.—¿Y cuándo la radiante Una pidió en vano alguna cosa a su Monos? Todo te lo
narraré en detalle... Pero, ¿dónde habrá de empezar el sobrecogedor relato?
Una.—¿Dónde?
Monos.—Sí.
Una.—Te comprendo. En la muerte hemos aprendido ambos la propensión del hombre
a definir lo indefinible. No te diré, pues, que comiences por el momento en que cesó tu
vida, sino en aquel triste, triste instante cuando, habiéndote abandonado la fiebre, te
hundiste en un sopor sin aliento ni movimiento y yo te cerré los pálidos párpados con los
apasionados dedos del amor.
Monos.—Permíteme decir algo, Una, acerca de la condición general de los hombres en
aquella época. Recordarás que uno o dos sabios entre nuestros antecesores —sabios de
verdad, aunque no gozaran de la estimación del mundo— se habían atrevido a poner en
duda la propiedad de la palabra «progreso» aplicada al avance de nuestra civilización. En
cada uno de los cinco o seis siglos que precedieron nuestra disolución, hubo momentos en