La enfermedad de Lady Madeline había burlado durante mucho tiempo la ciencia de
sus médicos. Una apatía permanente, un agotamiento gradual de su persona y frecuentes
aunque transitorios accesos de carácter parcialmente cataléptico eran el diagnóstico
insólito. Hasta entonces había soportado con firmeza la carga de su enfermedad, negándose
a guardar cama; pero, al caer la tarde de mi llegada a la casa, sucumbió (como me lo dijo
esa noche su hermano con inexpresable agitación) al poder aplastante del destructor, y supe
que la breve visión que yo había tenido de su persona sería probablemente la última para
mí, que nunca más vería a Lady Madeline, por lo menos en vida.
En los varios días posteriores, ni Usher ni yo mencionamos su nombre, y durante este
período me entregué a vehementes esfuerzos para aliviar la melancolía de mi amigo.
Pintábamos y leíamos juntos; o yo escuchaba, como en un sueño, las extrañas
improvisaciones de su elocuente guitarra. Y así a medida que una intimidad cada vez más
estrecha me introducía sin reserva en lo más recóndito de su alma, iba advirtiendo con
amargura la futileza de todo intento de alegrar un espíritu cuya oscuridad, como una
cualidad positiva, inherente, se derramaba sobre todos los objetos del universo físico y
moral, en una incesante irradiación de tinieblas.
Siempre tendré presente el recuerdo de las muchas horas solemnes que pasé a solas con
el amo de la Casa Usher. Sin embargo, fracasaría en todo intento de dar una idea sobre el
exacto carácter de los estudios o las ocupaciones a los cuales me inducía o cuyo camino me
mostraba. Una idealidad exaltada, enfermiza, arrojaba un fulgor sulfúreo sobre todas las
cosas. Sus largos e improvisados cantos fúnebres resonarán eternamente en mis oídos.
Entre otras cosas, conservo dolorosamente en la memoria cierta singular perversión y
amplificación del extraño aire del último vals de Von Weber. De las pinturas que nutría su
laboriosa imaginación y cuya vaguedad crecía a cada pincelada, vaguedad que me causaba
un estremecimiento tanto más penetrante, cuanto que ignoraba su causa; de esas pinturas
(tan vívidas que aún tengo sus imágenes ante mí) sería inútil mi intento de presentar algo
más que la pequeña porción comprendida en los límites de las meras palabras escritas. Por
su extremada simplicidad, por la desnudez de sus diseños, atraían la atención y la
subyugaban. Si jamás un mortal pintó una idea, ese mortal fue Roderick Usher. Para mí al
menos —en las circunstancias que entonces me rodeaban—, surgía de las puras
abstracciones que el hipocondríaco lograba proyectar en la tela, una intensidad de
intolerable espanto, cuya sombra nunca he sentido, ni siquiera en la contemplación de las
fantasías de F