al que, no obstante, consideraba un requerimiento singularísimo.
Aunque de muchachos habíamos sido camaradas íntimos en realidad poco sabía de mi
amigo. Siempre se había mostrado excesivamente reservado. Yo sabía, sin embargo, que su
antiquísima familia se había destacado desde tiempos inmemoriales por una peculiar
sensibilidad de temperamento desplegada, a lo largo de muchos años, en numerosas y
elevadas concepciones artísticas y manifestada, recientemente, en repetidas obras de
caridad generosas, aunque discretas, así como en una apasionada devoción a las dificultades
más que a las bellezas ortodoxas y fácilmente reconocibles de la ciencia musical. Conocía
también el hecho notabilísimo de que la estirpe de los Usher, siempre venerable, no había
producido, en ningún período, una rama duradera; en otras palabras, que toda la familia se
limitaba a la línea de descendencia directa y siempre, con insignificantes y transitorias
variaciones, había sido así. Esta ausencia, pensé, mientras revisaba mentalmente el perfecto
acuerdo del carácter de la propiedad con el que distinguía a sus habitantes, reflexionando
sobre la posible influencia que la primera, a lo largo de tantos siglos, podía haber ejercido
sobre los segundos, esta ausencia, quizá, de ramas colaterales, y la consiguiente transmisión
constante de padre a hijo, del patrimonio junto con el nombre, era la que, al fin, identificaba
tanto a los dos, hasta el punto de fundir el título originario del dominio en el extraño y
equívoco nombre de Casa Usher, nombre que parecía incluir, entre los campesinos que lo
usaban, la familia y la mansión familiar.
He dicho que el solo efecto de mi experimento un tanto infantil —el de mirar en el
estanque— había ahondado la primera y singular impresión. No cabe duda de que la
conciencia del rápido crecimiento de mi superstición —pues, ¿por qué no he de darle este
nombre?— servía especialmente para acelerar su crecimiento mismo. Tal es, lo sé de
antiguo, la paradójica ley de todos los sentimientos que tienen como base el terror. Y debe
de haber sido por esta sola razón que cuando de nuevo alcé los ojos hacia la casa desde su
imagen en el estanque, surgió en mi mente una extraña fantasía, fantasía tan ridícula, en
verdad, que sólo la menciono para mostrar la vívida fuerza de las sensaciones que me
oprimían. Mi imaginación estaba excitada al punto de convencerme de que se cernía sobre
toda la casa y el dominio una atmósfera propia de ambos y de su inmediata vecindad, una
atmósfera sin afinidad con el aire del cielo, exhalada por los árboles marchitos, por los
muros grises, por el estanque silencioso, un vapor pestilente y místico, opaco, pesado,
apenas perceptible, de color plomizo.
Sacudiendo de mi espíritu esa que tenía que ser un sueño, examiné más de cerca el
verdadero aspecto del edificio. Su rasgo dominante parecía ser una excesiva antigüedad.
Grande era la decoloración producida por el tiempo. Menudos hongos se extendían por toda
la superficie, suspendidos desde el alero en una fina y enmarañad