dentro de mí, sus grandes y luminosas pupilas. Pero no por ello puedo definir mejor ese
sentimiento, ni analizarlo, ni siquiera percibirlo con calma. Lo he reconocido a veces,
repito, en una viña que crecía rápidamente, en la contemplación de una falena, de una
mariposa, de una crisálida, de un veloz curso de agua. Lo he sentido en el océano, en la
caída de un meteoro. Lo he sentido en la mirada de gentes muy viejas. Y hay una o dos
estrellas en el cielo (especialmente una, de sexta magnitud, doble y cambiante, que puede
verse cerca de la gran estrella de Lira) que, miradas con el telescopio, me han inspirado el
mismo sentimiento. Me ha colmado al escuchar ciertos sones de instrumentos de cuerda, y
no pocas veces al leer pasajes de determinados libros. Entre innumerables ejemplos,
recuerdo bien algo de un volumen de Joseph Glanvill que (quizá simplemente por lo
insólito, ¿quién sabe?) nunca ha dejado de inspirarme ese sentimiento: «Y allí dentro está la
voluntad que no muere. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su fuerza? Pues Dios
no es sino una gran voluntad que penetra las cosas todas por obra de su intensidad. El
hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la
flaqueza de su débil voluntad.»
Los años transcurridos y las reflexiones consiguientes me han permitido rastrear cierta
remota conexión entre este pasaje del moralista inglés y un aspecto del carácter de Ligeia.
La intensidad de pensamiento, de acción, de palabra, era posiblemente en ella un resultado,
o por lo menos un índice, de esa gigantesca voluntad que durante nuestras largas relaciones
no dejó de dar otras pruebas más numerosas y evidentes de su existencia. De todas las
mujeres que jamás he conocido, la exteriormente tranquila, la siempre plácida Ligeia, era
presa con más violencia que nadie de los tumultuosos buitres de la dura pasión. Y no podía
yo medir esa pasión como no fuese por el milagroso dilatarse de los ojos que me deleitaban
y aterraban al mismo tiempo, por la melodía casi mágica, la modulación, la claridad y la
placidez de su voz tan profunda, y por la salvaje energía (doblemente efectiva por contraste
con su manera de pronunciarlas) con que profería habitualmente sus extrañas palabras.
He hablado del saber de Ligeia: era inmenso, como nunca lo hallé en una mujer. Su
conocimiento de las lenguas clásicas era profundo, y, en la medida de mis nociones sobre
los modernos dialectos de Europa, nunca la descubrí en falta. A decir verdad, en cualquier
tema de la alabada erudición académica, admirada simplemente por abstrusa, ¿descubrí
alguna vez a Ligeia en falta? ¡De qué modo singular y penetrante este punto de la
naturaleza de mi esposa atrajo, tan sólo en el último período, mi atención! Dije que sus
conocimientos eran tales que jamás los hallé en otra mujer, pero, ¿dónde está el hombre que
ha cruzado, y con éxito, toda la amplia extensión de las ciencias morales, físicas y
metafísicas? No vi entonces lo que ahora advierto claramente: que las adquisiciones de
Ligeia eran gigantescas, eran asombrosas; sin embargo tenía suficiente conciencia de su
infinita superioridad para someterme con infantil confianza a su guía en el caótico mundo
de la investigación metafísica, a la cual me entregué activamente durante los primeros años
de nuestro matrimonio. ¡Con qué amplio sentimiento de triunfo, con qué vivo deleite, con
qué etérea esperanza sentía yo —cuando ella se entregaba conmigo a estudios poco
frecuentes, poco conocidos— esa deliciosa perspectiva que se agrandaba en lenta gradación
ante mí, por cuya larga y magnífica senda no hollada podía al fin alcanzar la meta de una
sabiduría demasiado premiosa, demasiado divina para no ser prohibida!
¡Así, con qué punzante dolor habré visto, después de algunos años, emprender vuelo a
mis bien fundadas esperanzas y desaparecer! Sin Ligeia era yo un niño a tientas en la
oscuridad. Sólo su presencia, sus lecturas, podían arrojar vívida luz sobre los muchos
misterios del trascendentalismo en los cuales vivíamos inmersos. Privadas del radiante