calmara, abrigábamos todavía esperanzas de salvarnos en los botes. A las ocho de la noche
las nubes se abrieron a barlovento y tuvimos la ventaja de que nos iluminara la luna llena,
lo cual devolvió el ánimo a nuestros abatidos espíritus.
Después de una increíble labor pudimos por fin botar al agua la chalupa y embarcamos
en ella a la totalidad de la tripulación y a la mayor parte de los pasajeros. Alejóse la chalupa
y, al cabo de muchísimos sufrimientos, llegó finalmente sana y salva a Ocracoke Inlet, tres
días después del naufragio.
Catorce pasajeros quedamos a bordo con el capitán, resueltos a intentar fortuna en el
botequín de popa. Lo botamos sin dificultad, aunque sólo por milagro no se volcó al tocar
el agua, y embarcaron en él el capitán y su esposa, Wyatt y su familia, un oficial mexicano
con su esposa y sus cuatro hijos, y yo con mi criado de color.
Como es natural, no había allí espacio para otra cosa que unos pocos instrumentos
imprescindibles, provisiones y las ropas que llevábamos puestas. Nadie había pensado
siquiera en salvar otros bienes. ¡Cuál no sería nuestra estupefacción cuando, apenas
alejados del barco, vimos a Wyatt que se ponía de pie en la popa del bote y, fríamente,
pedía al capitán Hardy que nos acercáramos otra vez al barco para embarcar su caja
oblonga!
—Siéntese usted, señor Wyatt —replicó el capitán con alguna severidad—. Terminará
por hacer zozobrar el bote si no se está quieto. ¿No ve que la borda está al ras del agua?
—¡La caja! —vociferó Wyatt, siempre de pie—. ¡La caja, le digo! Capitán Hardy, no
puede usted rehusarme lo que le pido... ¡No, no puede! ¡No pesa casi nada.... apenas una
nada! ¡Por la madre que le dio a luz, por el amor del cielo, por lo que más quiera... le
imploro que volvamos a buscar la caja!
Durante un momento el capitán pareció conmovido por las súplicas, pero no tardó en
recobrar su aire adusto y replicó:
—Señor Wyatt, usted está loco, y no lo escucharé. ¡Siéntese le digo, o hará zozobrar el
bote! ¡Vosotros, sujetadlo... pronto... o saltará al agua...! ¡Ah... demasiado tarde!
En efecto, al decir el capitán estas palabras, Wyatt se había arrojado al agua y, como
todavía estábamos al socaire del buque, logró, tras un sobrehumano esfuerzo, sujetarse de
una cuerda que colgaba a proa. Un instante después trepaba a cubierta y corría
frenéticamente hacia la escotilla que llevaba a los camarotes.
Entretanto habíamos sido llevados hacia la popa del barco y, sin la protección de su
casco, quedamos inmediatamente a merced del terrible oleaje. Nos esforzamos por
acercarnos otra vez, pero nuestro pequeño bote era como una pluma en el soplo de la
tempestad. Nos bastó una ojeada para comprender que el destino del infortunado artista
estaba sellado.
A medida que aumentaba nuestra distancia del buque casi sumergido, vimos que el loco
(ya que sólo podíamos considerarlo como tal) aparecía otra vez en cubierta y, con fuerzas
que parecían las de un gigante, arrastraba consigo la caja oblonga. Mientras lo
contemplábamos en el colmo de la estupefacción, vimos que arrollaba rápidamente una
cuerda a la caja y la pasaba luego varias veces por su cuerpo. Un instante después ambos
caían al mar, desapareciendo instantáneamente y para siempre.
Por un momento detuvimos el movimiento de los remos, clavados los ojos en el lugar
del drama. Por fin reanudamos nuestros esfuerzos, y pasó una hora sin que nadie dijera una
palabra. Yo me atreví, por fin, a insinuar una observación.
—¿Reparó usted, capitán, en cómo se hundieron de golpe? ¿No es sumamente curioso?
Confieso que, por un momento, tuve una débil esperanza de que Wyatt se salvaría, al ver