Durante tres días el cuerpo estuvo sin enterrar, y en ese tiempo adquirió una rigidez pétrea.
El funeral, en suma, fue apresurado a causa del rápido avance de lo que se supuso era
descomposición.
La señora fue depositada en la bóveda familiar, que permaneció cerrada durante los tres
años siguientes. Al expirar este plazo fue abierta para la recepción de un sarcófago; mas,
¡ah!, ¡qué espantoso choque aguardaba al marido cuando abrió en persona la puerta! Al
empujar los batientes, un objeto vestido de blanco cayó rechinando en sus brazos. Era el
esqueleto de su mujer con la mortaja todavía puesta.
Una cuidadosa investigación brindó la evidencia de que había revivido dos días
después de su sepultura; que su lucha dentro del ataúd había provocado la caída de éste
desde un nicho o estante al suelo, y que al romperse el féretro pudo salir de él. Apareció
vacía una lámpara que había quedado accidentalmente llena de aceite dentro de la tumba;
quizá se hubiera agotado, sin embargo, por evaporación. En el peldaño superior de la
escalera que descendía a la espantosa cámara había un gran fragmento del ataúd, con el
cual, según las apariencias, la mujer había intentado llamar la atención golpeando la puerta
de hierro. Mientras lo hacía, probablemente, se desmayó o quizá murió de puro terror, y al
caer, la mortaja se enredó en alguna pieza de hierro que se proyectaba hacia adentro. Allí
quedó y así se pudrió, erecta.
En el año 1810 hubo en Francia un caso de inhumación prematura, rodeado de
circunstancias que justifican ampliamente el aserto de que la verdad es más extraña que la
ficción. La heroína de la historia era mademoiselle Victorine Lafourcade, una joven de
ilustre familia, rica y de gran belleza. Entre sus numerosos cortejantes se contaba Julien
Bossuet, un pobre littérateur o periodista de París. Su talento y su afabilidad general lo
habían señalado a la atención de la heredera, quien parecía haberse enamorado realmente de
él, pero su orgullo de casta la decidió, por último, a rechazarlo y a casarse con un tal
monsieur Renelle, banquero y diplomático de cierta distinción. Después del matrimonio,
este caballero descuidó a su mujer y quizá llegó a maltratarla de hecho. Después de pasar
juntos algunos años desdichados, ella murió; por lo menos, su estado semejaba tanto la
muerte que engañó a todos quienes la vieron. Fue inhumada no en una bóveda, sino en una
tumba común, en su aldea natal. Lleno de desesperación, y todavía inflamado por el
recuerdo de su profundo cariño, el enamorado viaja de la capital a la remota provincia
donde se encuentra la aldea, con el propósito romántico de desenterrar el cuerpo y
apoderarse de sus exuberantes trenzas. Llega a la tumba. A medianoche desentierra el
ataúd, lo destapa y, en el momento de desprender el cabello, lo detienen los ojos de la
amada, que se abren. La mujer había sido enterrada viva. La vitalidad no había
desaparecido del todo, y las caricias del enamorado la despertaron del letargo que fuera
equivocadamente tomado por la muerte. El joven la llevó frenético a su alojamiento en la
aldea. Empleó ciertos poderosos reconstituyentes aconsejados por no pocos conocimientos
médicos. Al fin, ella revivió. Reconoció a su salvador. Permaneció con él hasta que, lenta y
gradualmente, recobró toda su salud. Su corazón no era empedernido, y esta última lección
de amor bastó para ablandarlo. Lo entregó a Bossuet. No volvió más junto a su marido;
ocultando su resurrección, huyó con su amante a América. Veinte años después, los dos
regresaron a Francia, persuadidos de que el tiempo había cambiado tanto la apariencia de la
señora que sus amigos no podrían reconocerla. Pero se equivocaron, pues al primer
encuentro monsieur Renelle reconoció, efectivamente, a su mujer y la reclamó. Ella
rechazó el reclamo y el tribunal la apoyó, resolviendo que las peculiares circunstancias,
junto con el largo lapso transcurrido, habían abolido, no sólo desde el punto de vista de la