sorprendido en flagrante delito de candidez.
-¡He sido inepto! --decía para sí-. ¡El otro te habrá dicho quién era yo! ¡Ha partido y no
volverá! ¿Dónde apresarlo ahora? Pero, ¿cómo he podido dejarme fascinar así, yo, Fix, yo,
que llevo en el bolsillo la orden de prisión? ¡Decididamente soy un animal!
Así razonaba el inspector de policía, mientras que las horas transcurrían lentamente. No
sabía qué hacer. Algunas veces tenía la idea de decírselo todo a mistress Aouida, pero
comprendía de qué modo serían acogidas sus palabras por la joven. ¿Qué partido tomar?
Estaba tentado de irse, al través de las llanuras, en busca de Fogg. No le parecía imposible
volver a dar con él. ¡Las huellas del destacamento estaban impresas todavía en el nevado
suelo? Pero luego todo vestigio quedaba borrado bajo una nueva capa de nieve.
Entonces el desaliento se apoderó de Fix. Experirnentó un insuperable deseo de abandonar
la partida, y precisamente se le ofreció ocasión de seguir el viaje, partiendo de la estación de
Kearney.
En efecto; a las dos de la tarde, mientras que la nieve caía a grandes copos, se oyeron unos
silbidos procedentes del Este. Una sombra enorme, precedida de un resplandor rojizo,
avanzaba con lentitud, considerablemente abultada por las brumas que le daban fantástico
aspecto.
Sin embargo, ningún tren de la parte del Este era esperado todavía. El auxilio pedido por
teléfono no podía llegar tan pronto, y el tren de Omaba a San Francisco no debía pasar hasta
el día siguiente.
No tardó en saberse lo que era. La locomotora, que andaba a corto vapor y dando grandes
silbidos, era la que, después de haberse separado del tren, había conlinuado su marcha con tan
espantosa velocidad, llevando al maquinista y fogonero inanimados. Había corrido muchas
millas, y, después, apagándose el fuego, por falta de combustible, la velocidad se fue
amortiguando, hasta que la máquina se detuvo, veinte millas más allá de la estación de
Kearney.
Ni el maquinista ni el fogonero habían sucumbido, y después de un desmayo bastante
prolongado, habían recobrado los sentidos.
La máquina estaba entonces parada, y cuando el maquinista se vio en el desierto con la
locomotora sola, comprendió lo ocurrido, y sin que pudiera atinar de qué modo se había
efectuado la separación, no dudaba que el tren estaba atrás esperando auxi,tio.
No vaciló el maquinista sobre la resolucion qtte debía adoptar. Proseguir el camino en
dirección de Omaha, era prudente; volver hacia el tren, en cuyo saqueo estarían quizá
ocupados los indios, era peligro. so... ¡No importa! Se rellenó la hornilla de combustible, el
fuego se reanimó, la presión volvió a subir, y a cosa de las dos de la tarde, la máquina
regresaba a la estación de Kearney, siendo ella la que silbaba sobre la bruma.
Fue para los viajeros gran satisfacción el ver que la locomotora se ponía a la cabeza del tren.
Iban a poder continuar su viaje, tan desgraciadamente interrumpido.
Al llegar la máquina, mistress Aouida preguntó al conductor:
-¿Vais a marchar?
-Al momento, señora.
-Pero esos prisioneros... nuestros desventurados compañeros...
-No puedo interrumpir el servicio -respondió el conductor-. Ya llevamos tres horas de
atraso.
-¿Y cuándo pasará el otro tren procedente de San Francisco?
-Mañana por la tarde, señora.
-¡Mañana por la tarde! Pero ya no será tiempo. ¡Es preciso aguardar!
-Imposible. Si queréis partir, al coche.
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