estación., ¿quién os impide que lo hagáis aquí?
-Eso no convendrá tal vez al señor --dijo e coronel Proctor con aire burlón.
-Eso me conviene perfectamente -respondió Phileas Fogg.
-Dicididamente estamos en América -pensó para sí Picaporte-, y el conductor del tren es un
caballero de buen mundo.
Y pensando esto, siguió a su amo.
Los dos adversarios y sus testigos, precedidos de conductor, se fueron al último vagón del
tren, ocupado tan sólo por unos diez viajeros. El conductor les preguntó si querían dejar un
momento libre sitio a dos caballeros, que tenían que arreglar un negocio de honor.
¡Cómo no! Muy gozosos se mostraron los viajeros en complacer a los contendientes, y se
retiraron a la galería.
El vagón, que tenía unos cincuenta pies de largo, se prestaba muy bien para el caso. Los
adversarios podían marchar uno contra otro entre las banquetas y fusilarse a su gusto. Nunca
hubo duelo más fácil de arreglar. Mister Fogg y el coronel Proctor, provistos cada uno de dos
revólveres, entraron en el vagón. Sus testigos los encerraron. Al primer silbido de la
locomotora debía comenzar el fuego. Y luego, después de un transcurso de dos minutos, se
sacaría del coche lo que quedase de los dos caballeros.
Nada más sencillo, a la verdad; y tan sencillo, por cierto, que Fix y Picaporte sentían su
corazón latir hasta romperse.
Se esperaba el silbido convenido, cuando resonaron de repente unos gritos salvajes,
acompañados de tiros que no procedían del vagón ocupado por los duelistas. Los disparos se
escuchaban, al contrario, por la parte delantera y sobre toda la línea del tren; en el interior de
éste se oían gritos de furor.
El coronel Proctor y mister Fogg, con revólver en mano, salieron al instante del vagón, y
corrieron adelante donde eran más ruidosos los tiros y los disparos.
Habían comprendido que el tren era atacado por una banda de sioux.
No era la primera vez que esos atrevidos indios habían detenido los trenes. Según su
costumbre, sin aguardar la parada del convoy, se habían arrojado sobre el estribo un centenar
de ellos, escalando los vagones como lo hace un clown al saltar sobre un caballo al galope.
Estos sioux estaban armados de fusiles. De aqui las detonaciones, a que correspondían los
viajeros, casi todos armados. Los indios habían comenzado por arrojarse sobre la máquina. El
maquinista y el fogonero habían sido ya casi magullados. Un jefe sioux, queriendo detener el
tren, había abierto la introducción del vapor en lugar de cerrarla, y la locomotora, arrastrada,
corría con una velocidad espantosa.
Al mismo tiempo los sioux habían invadido los vagones. Corrían como monos enfurecidos
sobre las cubiertas, echaban abajo las portezuelas y luchaban cuerpo a cuerpo con los viajeros.
El furgón de equipajes había sido saqueado, arrojando los bultos a la via. La gritería y los
tiros no cesaban.
Sin embargo, los viajeros se defendían con valor. Ciertos vagones sostenían, por medio de
barricadas, un sitio, como verdaderos fuertes ambulantes llevados con una velocidad de cien
millas por hora.
Desde el principio del ataque, mistress Aouida se había conducido valerosamente. Con
revólver en mano, se defendía heroicamente; tirando por entre los cristales rotos, cuando
asomaba algún salvaje. Unos veinte sioux, heridos de muerte, habían caído a la vía, y las
rued