Lo mejor era, pues, esperar con paciencia, y ganar después el tiempo perdido acelerando la
marcha del tren. El desfile de los bisontes duró tres horas largas, y la vía no estuvo expedita
sino al caer la noche. En este momento, las últimas filas del rebaño atravesaban el ferrocarril,
mientras que las primeras desaparecían por el horizonte meridional.
Eran, pues, las ocho, cuando el tren cruzó los desfiladeros de los montes Humboldt, y las
nueve y media cuando penetró en el territorio de Utah, la región del Gran Lago Salado, el
curioso país de los mormones.
XXVII
Durante la noche del 5 al 6 de noviembre, el tren corrió al Sureste sobre un espacio de unas
cincuen millas, y luego subió otro tanto hacia el Nordeste, acercándose al Gran Lago Salado.
Picaporte, hacia las nueve de la mañana, salió a tomar aire a los pasadizos. El tiempo estaba
frío y el cielo cubierto, pero no nevaba. El disco del sol, abultado por las brumas, parecía
como una enorme pieza de oro, y Picaporte se ocupaba en calcular su valor en piezas
esterlinas, cuando le distrajo de tan útil trabajo la aparición de un personaje bastante extraño.
Este personaje, que había tomado el tren en la estación de Elko, era hombre de elevada
estatura, muy moreno, de bigote negro, pantalón negro, corbata blanca, guantes de piel de
perro. Parecía un reverendo. Iba de un extremo al otro del tren, y en la portezuela de cada
vagón pegaba con obleas una noticia manuscrita.
Picaporte se acercó y leyó en una de esas notas que el honorable Willam Hitsch, misionero
mormón, aprovechando su presencia en el tren número 48, daría de once a doce, en el coche
número 117, una conferencia sobre el mormonismo, invitando a oírla a todos los caballeros
deseosos de instruirse en los misterios de la religión de los "Santos de los últimos días".
Picaporte, que sólo sabía del mormonismo sus costumbres polígamas, base de la sociedad
mormónica, se propuso concurrir.
La noticia se esparció rápidamente por el tren, que llevaba un centenar de pasajeros. Entre
ellos, treinta lo más, atraídos por el cebo de la conferencia, ocupaban a las once las banquetas
del coche número 117, figurando Picaporte en la primera fila de los fieles. Ni su amo ni Fix
habían creído conveniente molestarse.
A la hora fijada, el hermano mayor William Hitch, se levantó, y con voz bastante irritada,
como si de antemano le hubieran contradicho, exclamó:
-¡Os digo yo que Joe Smith es un mártir, que su hermano Hyrames es un mártir, y que las
persecuciones del gobierno de la Unión contra los profetas van a hacer también un mártir de
Brigham Young! ¿Quién se atrevería a sostener lo contrario al misionero, cuya exaltación era
un contraste con su fisionomía, de natural sereno? Pero su cólera se explicaba, sin duda, por
estar actualmente sometido el mormonismo a trances muy duros. El gobierno de los Estados
Unidos acababa de reducir, no sin trabajo, a estos fanáticos independientes. Se había hecho
dueño de Utah, sometiéndolo a las leyes de la Unión, después de haber encarcelado a Brigham
Young, acusado de rebelión y de poligamia. Desde aquella época los discípulos del profeta
redoblaron sus esfuerzos, y aguardando los actos, resistían con la palabra las pretensiones del
Congreso.
Como se ve, el hermano mayor William Hitch hacía prosélitos hasta en el ferrocarril.
Y entonces refirió, apasionando su relación con los raudales de su voz y la violencia de sus
ademanes, la historia del mormonismo, desde los tiempos bíblicos: "Cómo en Israel, un
profeta mormón, de la tribu de José, publicó los anales de la nueva religión y los legó a su
hijo mormón; cómo, muchos siglos más tarde, una traducción de ese precioso libro, escrito en
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