levantaba Phileas Fogg, hasta las once y media en que dejaba su casa para ir a almorzar al
Reform-Club- todas las minuciosidades del servicio, el té y los picatostes de las ocho y
veintitrés, el agua caliente para afeitarse de las nueve y treinta y siete, el peinado de las diez
menos veinte, etc. A continuación, desde las once de la noche -instantes en que se acostaba el
metódico gentieman- todo estaba anotado, previsto, regularizado. Picaporte pasó un rato feliz
meditando este programa y grabando en su espíritu los diversos artículos que contenía.
En cuanto al guardarropa del señor, estaba perfectamente irreglado y maravillosamente
comprendido. Cada pantalón, levita o chaleco tenía su número de orden, reproducido en un
libro de entrada y salida, que indicaba la fecha en que, según la estación, cada prenda debía
ser llevada; reglamentación que se hacía extensiva al calzado.
Finalmente, anunciaba un apacible desahogo en esta casa de Saville-Row ---casa que debía
haber sido el templo del desorden en la época del ilustre pero crapuloso Sheridan- la
delicadeza con que estaba amueblada. No había ni biblioteca ni libros que hubieran sido
inútiles para míster Fogg, puesto que el Reform-Club ponía a su disposición dos bibliotecas,
consagradas una a la literatura, y otra al derecho y a la política. En el dormitorio había una
arca de hierro de tamaño regular, cuya especial construcción la ponía fuera del alcance de los
peligros de incendio y robo. No se veía en la casa ni armas ni otros utensilios de caza ni