que no tenía tiempo de respirar, subía al tren de Queenstown, a la una y media de la mañana,
llegaba a Dublín al amanecer, y se embarcaba en uno de esos vapores fusiformes, de acero,
todo máquina, que desdeñándose subir con las olas, pasan invariablemente al través de ellas.
A las doce menos veinte, el 21 de diciembre, Phileas Fogg desembarcaba, por fin, en el
muelle de Liverpool. Ya no estaba más que a seis horas de Londres.
Pero en aquel momento, Fix se acercó, le puso la mano en el hombro, y exhibiendo su
mandamiento, le dijo:
-¿Sois mister Fogg?
-Sí, señor.
-¡En nombre de la Reina, os prendo!
XXXIV
Phileas Fogg estaba preso. Lo habían encerrado en la aduana de Liverpool, donde debía
pasar la noche, aguardando su traslación a Londres.
En el momento de la prisión, Picaporte había querido arrojarse sobre el inspector, pero fue
detenido por unos agentes de policía. Mistress Aouida, espantada por la brutalidad del suceso,
no comprendía nada de lo que pasaba, pero Picaporte se lo explicó. Mister Fogg, ese honrado
y valeroso gentleman, a quien debía la vida, estaba preso como ladrón. La joven protestó
contra esta acusación, su corazón se indignó, las lágrimas corrieron por sus mejillas, cuando
vio que nada podía hacer ni intentar para librar a su salvador.
En cuanto a Fix, había detenido a un gentelman porque su deber se lo mandaba, fuese o no
culpable. La justicia lo decidiría.
Y entonces ocurrió a Picaporte una idea terrible: ¡la de que él tenía la culpa ocultando a
mister Fogg lo que sabía! Cuando Fix había revelado su condición de inspector de policía y la
misión de que estaba encargado, ¿por qué no se lo había revelado a su amo? Advertido éste,
quizá hubiera dado a Fix pruebas de su inocencia, demostrándole su error, y en todo caso, no
hubiera conducido a sus expensas y en su seguimiento a ese malaventurado agente, a poner
pie en suelo del Reino Unido. Al pensar en sus culpas e imprudencias, el pobre mozo sentía
irresistibles remordimientos. Daba lástima verle llorar y querer hasta romperse la cabeza.
Mistress Aouída y él se habían quedado, a pesar del frío, bajo el peristilo de la Aduana. No
querían, ni uno ni otro, abandonar aquel sitio, sin ver de nuevo a mister Fogg.
En cuanto a éste, estaba bien y perfectamente arruinado, y esto en el momento en que iba a
alcanzar su objeto. La prisión lo perdía sin remedio. Habiendo llegado a las doce menos
veinte a Liverpool, el 21 de diciembre, tenía de tiempo hasta las ocho y cuarenta y cinco
minutos para presentarse en el Reform-Club, o sea, nueve horas y quince minutos, y le
bastaban seis para llegar a Londres.
Quien hubiera entonces penetrado en el calabozo de la Aduana, habría visto a Mister Fogg,
inmóvil y sentado en un banco de madera, imperturbable y sin cólera. No era fácil asegurar si
estaba resignado; pero este último golpe no lo había tampoco conmovido, al menos en
apariencia. ¿Habríase formado en él una de esas iras secretas, terribles, porque están
contenidas, y que sólo estallan en el último momento con irresistible fuerza? No se sabe; pero
Phileas Fogg estaba calmoso y esperando... ¿Qué? ¿Tendría alguna esperanza? ¿Creía aún en
el triunfo cuando la puerta del calabozo se cerró detrás suyo?
Como quiera que sea, mister Fogg había colocado cuidadosamente su reloj sobre la mesa, y
miraba cómo marchaban las agujas. Ni una palabra salía de sus labios; pero su mirada tenía
una fijeza singular.
En todo caso, la situación ela terrible, y para quien no podía leer en su conciencia, se
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