Transcurrió una hora en esta inquietud; de pronto, pensé en lo espantoso que le resultaría a mi
esposa el combate que esperaba de un momento a otro. Le rogué que se acostara, dispuesto a no
reunirme con ella en tanto no conociera las intenciones de mi enemigo.
Me quedé solo, y continué durante algún tiempo paseando por los pasillos de la casa y examinando
cada rincón que pudiera servirle de escondrijo a mi adversario. Pero no descubrí rastro alguno de él; y
empezaba a pensar que alguna providencial casualidad habría intervenido para impedirle llevar a cabo
su amenaza, cuando oí un grito agudo y estremecedor. Venía de la habitación donde descansaba
Elizabeth. Al oírlo comprendí la estremecedora verdad, y me quedé paralizado; noté cómo la sangre
me corría por las venas y me ardía en las puntas de los dedos. Un instante después escuché un nuevo
grito y corrí hacia la alcoba.
¡Dios mío!, ¿cómo no morí entonces? ¿Por qué me hallo aquí narrando la destrucción de mi mayor
esperanza, y la muerte de la más pura criatura? Estaba tendida en el lecho, inánime, la cabeza ladeada,
las facciones pálidas y convulsas, semiocultas por el cabello. Doquiera que vaya veo la misma imagen:
los brazos exangües y el cuerpo lacio, tirado sobre el tálamo nupcial por su asesino. ¿Cómo pude ver
esto y seguir viviendo? ¡Cuán tenaz es la vida, y cómo se aferra a quienes más la desprecian! En un
instante perdí el conocimiento, y caí al suelo.
Cuando volví en mí, me encontré rodeado de la gente de la posada; sus rostros demostraban un
terror inenarrable; pero su espanto no era más que una parodia, una sombra