la tristeza, y si en algún momento me sentía abatido, contemplar las maravillas de la naturaleza o
estudiar lo que de sublime y excelente ha hecho el hombre siempre conseguía interesarme y animarme.
Pero no soy más que un árbol destrozado, corroído hasta la médula, y ya entonces presentí que
sobreviviría hasta convertirme en lo que pronto dejaré de ser: una miserable ruina humana, objeto de
compasión para los demás y de repugnancia para mí mismo.
Pasamos bastante tiempo en Oxford, recorriendo sus alrededores e intentando localizar los lugares
relacionados con la época más agitada de la historia de Inglaterra. Nuestros pequeños viajes de
investigación a menudo se veían prolongados por los sucesivos descubrimientos que íbamos haciendo.
Visitamos la tumba del ilustre Hampden y el campo de batalla donde cayó aquel patriota. Por un
momento mi espíritu logró olvidarse de sus miserables y denigrantes temores al recordar las
maravillosas ideas de libertad y sacrificio, de las cuales estos lugares eran recuerdo y exponente. Por
un instante conseguí librarme de mis cadenas y mirar a mi alrededor con un espíritu libre y elevado,
pero el hierro se me había clavado profundamente, y, tembloroso y atemorizado, volví a hundirme en
la miseria.
Dejamos Oxford con pesar, y continuamos hacia Matlock, nuestro próximo lugar de asiento. El
campo que rodea este pueblo se parece en cierto modo al de Suiza, pero todo a menor escala; las
verdes colinas carecen del fondo que en mi país natal proporcionan los distantes Alpes nevados,
asomando siempre por detrás de las montañas cubiertas de pinos. Visitamos la maravillosa gruta y las
pequeñas vitrinas dedicadas a las ciencias naturales, donde los objetos están dispuestos de la misma
manera que las colecciones de Servox y Chamonix. El mero nombre de éste último lugar me hizo
temblar cuando Henry lo pronunció, y me apresuré a abandonar Matlock ––por la vinculación que
tenía con aquel horrible sitio.
Desde Derby, y siguiendo hacia el norte, nos detuvimos dos meses en Cumberland y Westmoreland.
Aquí sí que casi me pareció encontrarme entre las montañas de Suiza. Las pequeñas extensiones de
nieve que aún quedaban en la ladera norte de las montañas, los lagos y el tumultuoso curso de los
rocosos torrentes me resultaban escenas familiares y queridas. Aquí también hicimos nuevas amistades
que casi consiguieron crearme la ilusión de felicidad. La alegría que Clerval manifestaba era muy
superior a la mía; él se crecía ante hombres de talento, y descubrió que poseía mayores recursos y
posibilidades de lo que hubiera creído cuando frecuentaba la compañía de personas menos dotadas
intelectualmente que él. «Podría vivir aquí ––decía––; y rodeado de estas montañas apenas si añoraría
Suiza o el Rin.»
Pero descubrió que la vida de un viajero incluye muchos pesares entre sus satisfacciones. El espíritu
se encuentra siempre en tensión; y justo cuando empieza a aclimatarse, se ve obligado a cambiar
aquello que le interesa por nuevas cosas que atraen su atención y que también abandonará en favor de
otras novedades.
Apenas habíamos visitado los lagos de Cumberland y Westmoreland, y comenzado a sentir afecto
por algunos de sus habitantes, cuando tuvimos que partir, pues se aproximaba la fecha en que
debíamos reunirnos con nuestro amigo escocés. Yo, personalmente, no lo sentí. Estaba retrasando el
cumplimiento de mi promesa y temía las consecuencias del enojo de aquel ser diabólico. Cabía la
posibilidad de que se hubiera quedado en Suiza y se vengara en mis familiares. Esta idea me perseguía
y me atormentaba durante todos aquellos momentos que de otra manera me hubieran proporcionado
paz y tranquilidad. Esperaba las cartas de mi familia con febril impaciencia; si se retrasaban, me
disgustaba y me atenazaban mil temores; y cuando llegaban, y reconocía la letra de Elizabeth o de mi
padre, apenas me atrevía a leerlas. A veces imaginaba que el bellaco me perseguía, y que quizá
pretendiera acelerar mi indolencia asesinando a mi compañero. Cuando me venían estos pensamientos,
permanecía al lado de Henry constantemente, lo seguía como si fuera su sombra para protegerlo de la
imaginada furia de su destructor. Me sentía como si yo mismo hubiera cometido algún tremendo
crimen, cuyo remordimiento me obsesionaba. Me sabía inocente, pero no obstante había atraído una
maldición sobre mí, tan fatal como la de un crimen.
Visité Edimburgo con espíritu distraído; y, sin embargo, esa ciudad hubiera despertado el interés del
ser más apático. A Clerval no le gustó tanto como Oxford, pues le había atraído mucho la antigüedad
de esta ciudad. Pero la belleza y regularidad de la moderna Edimburgo, su romántico castillo y los
alrededores, los más hermosos del mundo, Arthur's Seat, Saint Bernard's Well y las colinas de
Portland, le compensaron el cambio y lo llenaron de alegría y admiración. Yo, sin embargo, estaba
intranquilo por llegar al término de nuestro viaje.
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