Las suaves lluvias y el calor de la primavera cambiaron mucho el aspecto del terreno. Los hombres,
que parecían haber estado escondidos en cuevas, se dispersaron por doquier y se dedicaban a los más
diversos cultivos. Los pájaros trinaban con mayor alegría, y las hojas empezaron a despuntar en las
ramas. ¡Gozosa, gozosa tierra!, digna morada de los dioses y que aún ayer aparecía insana, húmeda y
desolada. Este resurgimiento de la naturaleza me elevó el espíritu; el pasado se me borró de la
memoria, el presente era tranquilo y el futuro me daba esperanza y promesas de alegría.
Capítulo 5
Me aproximo ahora a la parte más conmovedora de mi narración. Contaré los sucesos que me han
convertido, de lo que era, en lo que soy.
La primavera avanzaba con rapidez. El tiempo mejoró, y las nubes desaparecieron del cielo. Me
sorprendió ver cómo lo que hacía poco había sido tan sólo desierto y tristeza nos regalara ahora las
más preciosas flores y verdor. Gratificaban y refrescaban mis sentidos miles de aromas deliciosos y
escenas bellas.
Fue uno de esos días, en los que mis vecinos reposaban de su trabajo ––el anciano tocaba su guitarra
y los jóvenes lo escuchaban––, cuando observé que Félix parecía más melancólico todavía que de
costumbre y suspiraba con frecuencia. En un momento su padre interrumpió la música, y deduje, por
sus gestos, que le preguntaba a su hijo la razón de su tristeza. Félix respondió con tono alegre, y el
anciano se disponía a reemprender su música, cuando alguien llamó a la puerta.
Era una señora a caballo, acompañada de un campesino que le servía de guía. La dama vestía un
traje oscuro, y un tupido velo negro le cubría el rostro. Agatha le hizo una pregunta, a la cual la
desconocida respondió pronunciando con dulzura tan sólo el nombre de Félix. Su voz era melodiosa,
pero diferente de la de mis amigos. Al oír su nombre, Félix se acercó apresuradamente a la dama, que
al verlo se levantó el velo, dejando ver un rostro de belleza y expresión angelical. Su brillante pelo
negro estaba curiosamente trenzado; tenía los ojos oscuros y vivos pero amables, las facciones bien
proporcionadas, la tez hermosísima y las mejillas suavemente sonrosadas.
Félix parecía traspuesto de alegría al verla; todo rasgo de tristeza desapareció de su rostro, que al
instante expresó un júbilo del cual apenas lo creía capaz; le brillaban los ojos y se le encendieron de
placer las mejillas, y en aquel momento me pareció tan hermoso como la extranjera. Ella a su vez
experimentaba diversos sentimientos; secándose las lágrimas de sus hermosos ojos, le tendió la mano a
Félix, que la besó embelesado mientras le llamaba, según pude entender, su dulce árabe. No parecía
comprenderlo, pero sonrió. La ayudó a desmontar, y, despidiendo al guía, la condujo al interior de la
casa. Tuvo lugar una conversación entre él y su padre. La joven extranjera se arrodilló a los pies del
anciano, y le hubiera besado la mano, si éste no se hubiera apresurado a levantarla y abrazarla
afectuosamente.
Pronto observé que aunque la joven emitía sonidos articulados, y parecía tener un idioma propio, los
demás no la comprendían, del mismo modo que ella tampoco los comprendía. Hicieron muchos gestos
que yo no entendí, pero vi que su presencia llenaba la casa de alegría, y disipaba su tristeza del mismo
modo que el sol disipa las brumas matinales. Félix se mostraba especialmente feliz, y atendía a su
árabe con radiantes sonrisas. Agatha, la dulce Agatha, cubría de besos las manos de la extranjera, y,
señalando a su hermano, parecía querer indicarle por señas lo triste que había estado antes de su
llegada. Así transcurrieron algunas horas, en el curso de las cuales manifestaron una alegría, cuya
razón yo no alcanzaba a comprender. De pronto descubrí, por la frecuente repetición de un sonido, que
la extranjera trataba de imitar, que intentaba aprender su lengua. Al instante se me ocurrió que yo, con
el mismo fin, podía valerme de la misma enseñanza. La extranjera aprendió unas veinte palabras en
esta primera lección, la mayoría de las cuales yo ya conocía.
Al caer la noche, Agatha y la muchacha árabe se retiraron pronto a descansar. Cuando se separaron,
Félix besó la mano de la extranjera y dijo:
––Buenas noches, dulce Safie.
El permaneció despierto largo rato, conversando con su padre. Por las numerosas veces que repetían
su nombre supuse que hablaban de la hermosa huésped. Me hubiera gustado entenderlos, y presté gran
atención, pero me resultó del todo imposible.
A la mañana siguiente Félix marchó a su trabajo; y, cuando terminaron las tareas cotidianas de
Agatha, la muchacha árabe se sentó a los pies del anciano, y, cogiendo su guitarra, tocó unos aires de
Página 40