El tiempo era insólitamente bueno, y si mi tristeza hubiera sido de índole que una circunstancia
pasajera hubiera podido disipar, esta excursión sin duda hubiera proporcionado el resultado que mi
padre se proponía. Así y con todo, me sentía algo interesado por el paisaje, que a ratos me apaciguaba,
si bien nunca anulaba mi pesar. El primer día viajamos en un carruaje. Por la 9 mañana habíamos visto
en la distancia las montañas hacia las cuales nos dirigíamos. Nos dimos cuenta de que el valle que
atravesábamos, formado por el río Arve cuyo curso seguíamos, se iba angostando a nuestro alrededor,
y al atardecer nos encontramos ya rodeados de inmensas montañas y precipicios, y pudimos oír el
furioso rumor del río entre las rocas y el estruendo de las cataratas.
Al día siguiente, continuamos nuestro viaje en mula; a medida que ascendíamos, el valle adquiría un
aspecto más magnífico y asombroso. Fortalezas en ruinas colgadas de las laderas pobladas de abetos,
el impetuoso Arve y casitas que aquí y allí asomaban entre los árboles constituían un paisaje de
singular belleza. Pero eran los Alpes los que hacían sublime el panorama cuyas formas y cumbres
blancas y centelleantes dominaban todo, como si pertenecieran a otro mundo, y fueran la morada de
otra raza. Cruzamos el puente de Pelissier, donde el barranco formado por el río se abrió ante nosotros,
y empezamos a ascender por la montaña que lo limita. Poco después entramos en el valle de
Chamonix, más imponente y sublime, pero menos hermoso y pintoresco que el de Servox, que
acabábamos de atravesar. Los altos montes de cumbres nevadas eran sus fronteras más cercanas.
Desaparecieron los castillos en ruinas y los fértiles campos. –– Inmensos glaciares bordeaban el
camino; oímos el ruido atronador de un alud desprendiéndose y observamos la neblina que dejó a su
paso. El Mont Blanc se destacaba dominante y magnífico entre los picos cercanos, y su imponente
cima dominaba el valle. Durante el viaje, a veces me unía a Elizabeth, y me esforzaba por señalarle los
puntos más hermosos del paisaje. A menudo obligaba a mi mula a rezagarse para así poder entregarme
a la tristeza de mis pensamientos. Otras veces espoleaba al animal para que adelantara a mis
compañeros, y así olvidarme de ellos, del mundo y casi de mí mismo. Cuando los dejaba muy atrás,
me tumbaba en la hierba, vencido por el horror Y la desesperación. Llegué a Chamonix a las ocho de
la noche. Mi padre y Elizabeth se hallaban muy cansados; Ernest, que también había venido, estaba
entonado y alegre, y su estado de ánimo sólo se veía turbado por el viento sureño que prometía traer
consigo lluvia al día siguiente.
Nos retiramos pronto, mas no para dormir; al menos yo no pude. Permanecía largas horas asomado a
la ventana, contemplando los pálidos relámpagos que jugueteaban por encima del Mont Blanc, y
escuchando el rumor del Arve, que corría bajo mi ventana.
Capítulo 2
El día siguiente, contra los pronósticos de nuestros guías, amaneció hermoso aunque nublado.
Visitamos el nacimiento del Arveiron, y paseamos a caballo por el valle hasta el atardecer. Este
paisaje, tan sublime y magnífico, me proporcionó el mayor consuelo que en esos momentos podía
recibir. Me elevó por encima de las pequeñeces del sentimiento y aunque no me libraba de la tristeza sí
me la amainaba y calmaba. Hasta cierto punto, también me desviaba la atención de aquellos sombríos
pensamientos a los que me había entregado durante los últimos meses. Por la tarde regresé, cansado,
pero triste, y conversé con mi familia con mayor animación de lo que había sólido hacer últimamente.
Mi padre estaba contento y Elizabeth encantada.
Querido primo me dijo––, ¿ves cuánta felicidad contagias cuando estás alegre? ¡No recaigas de
nuevo!
La mañana siguiente amaneció con una lluvia torrencial, y una espesa niebla ocultaba las cimas de
las montañas. Me levanté temprano, pero me sentía melancólico. La lluvia me deprimía; volvió mi
acostumbrado estado de ánimo, y me sentí apesadumbrado.
Sabía lo que este cambio brusco apenaría a mi padre y preferí evitarlo, hasta haberme recobrado lo
suficiente como para poder disimular estos sentimientos que me dominaban. Supuse que pasarían el
día en el albergue, y dado que yo estaba acostumbrado a la lluvia, la humedad y el frío, decidí ir solo a
la cima del Montanvert. Recordaba la impresión que el inmenso glaciar en constante movimiento me
había causado la primera vez que lo vi.
Entonces me había llenado de un éxtasis que prestaba alas al espíritu, permitiéndole despegarse del
mundo de tinieblas y remontarse hasta la luz y la felicidad. La contemplación de todo lo que de
majestuoso y sobrecogedor hay en la naturaleza siempre ha tenido la virtud de ennoblecer mis
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