Caballo de Troya
J. J. Benítez
Otra cuestión -imposible de solventar hasta ese momento- era el «trueno» provocado en el
instante de la inversión de masa de la «cuna». Afortunadamente para nosotros, ese estampido
podía ser atribuido a cualquiera de los cazas israelitas que evolucionaban día y noche sobre el
territorio y que al cruzar la barrera del sonido desequilibraban las moléculas del aire, dando
lugar a lo que en términos aeronáuticos se conoce como un «bang sónico»1.
Como había ocurrido en las seis pruebas precedentes, en el desierto de Mojave, el cada vez
más cercano lanzamiento del módulo alteró nuestros ánimos. Curtiss procuró que mi
compañero de viaje y yo nos apartáramos durante un par de días de la mezquita de la
Ascensión Pero nuestros pasos terminaban siempre por conducirnos hasta el hangar.
Tres días antes del inicio del «gran viaje», el jefe de Caballo de Troya nos convocó a una
última reunión, en la que repasamos las líneas maestras de la operación. Curtiss parecía
obsesionado por nuestra seguridad. Ambos conocíamos nuestras respectivas obligaciones, pero
la insistencia del general nos inquietó. ¿Qué podía estar ocultando el director del proyecto
Swivel? Meses después de aquella experiencia, mi «hermano» y yo tuvimos ocasión de conocer
la verdadera razón de su inquietud...
La estrategia a seguir en el «descenso» al tiempo de Jesús de Nazaret había sido meditada a
fondo. Una vez en tierra, y tras varias horas de revisión de controles, mi compañero de módulo
-a quien de ahora en adelante llamaré «Elíseo»- deberla permanecer durante los once días de
exploración al mando de la «cuna». Sólo en caso de alta emergencia podría abandonar la nave.
Mi papel, como creo que ya he insinuado, exigía el desembarco a tierra y la aproximación al
Maestro de Galilea, a quien debería seguir y observar durante todo el tiempo que me fuera
posible.
Con el fin de evitar una posible tentación por parte de los exploradores de rebasar el tiempo
fijado para la operación, el ordenador central de la «cuna» había sido previamente programado
-sin posibilidad alguna de prórroga o anulación de dicho programa- para el despegue
automático y el retorno de los ejes del tiempo de los swivels a las 7 horas del 12 de febrero de
1973. En esos instantes, todo estaría preparado en el recinto de la mezquita de la Ascensión
para el reingreso del módulo y su fulminante desmantelamiento.
Mientras durase la aventura, los hombres de Curtiss darían por concluido, en el segundo
barracón, el montaje del laboratorio receptor de fotografías del Gran Pájaro. Esto permitiría una
rápida evacuación del material de Caballo de Troya, así como la entrada del personal israelí en
los hangares.
Antes de levantar aquella última sesión de trabajo, Curtiss nos comunicó que -de
conformidad con el Pentágono y, por supuesto, con Kissinger- 24 o 36 horas antes del
despegue la atención mundial seria centrada a miles de millas de Jerusalén, reforzando así las
medidas de seguridad de nuestro salto hacia el siglo I.
1
Para un hipotético observador que se encontrase a corta distancia de nuestro módulo -y suponiendo que hubieran
sido desactivados los sistemas infrarrojos de camuflaje- en el instante de la denominada inversión de masa, aquél
tendría la sensación de que la nave había sido «aniquilada». Nada más lejos de la realidad. Como ya he reiterado en
otras oportunidades, en el instante en que todos los swivels correspondientes al recinto limitado por la membrana
cambian los ejes en el marco tridimensional en que está situado el observador, toda la masa integrada en dicho recinto
deja de poseer existencia física. No es que dicha masa sea «aniquilada», puesto que el substrato de tal masa la
constituyen los swivels. Dicho de otro modo: la masa deberá interpretarse como una especie de plegamiento de la
urdimbre de los Swivels. Nuestros científicos interpretan este fenómeno como si la orientación de esta «depresión» o
«pliegue» de las entidades constitutivas del espacio cambiase de sentido, de modo que los órganos sensoriales o los
instrumentos físicos del observador no son capaces de captar tal cambio.
En ese instante -que podemos llamar To- el vacío en el recinto es absoluto. No ya una sola molécula gaseosa, y por
supuesto cualquier partícula sólida o líquida, sino ni siquiera una partícula subatómica (protón, neutrino, fotón, etc.)
pueden localizarse probabilísticamente en dicho recinto o módulo. Dicho con otras palabras: la función de probabilidad
es nula en T0. Sin embargo, tal situación inestable dura una fracción infinitesimal de tiempo. El recinto se ve invadido
consecutivamente por cuantums energéticos. (Es decir, se propagan en su seno campos electromagnéticos y
gravitatorios de distintas frecuencias.) Inmediatamente es atravesado por radiaciones iónicas y, al final, se produce
una implosión, al precipitarse el gas exterior en el vacío dejado por la estructura «desaparecida». (N. del m.)
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