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Caballo de Troya J. J. Benítez -Tú no conoces aún a esta gente. Son testarudos como mulas. Además, mis relaciones..., digamos «comerciales», con Anás, siempre han sido excelentes. No voy a negarte que la procuraduría recibe importantes sumas de dinero, a cambio de ciertos favores... No me atreví a indagar sobre la clase de «favores» que prestaba aquel corrupto representante del César, pero el propio Poncio me facilitó una pista: -Anás y ese carroñero que tiene por yerno han hecho grandes riquezas a expensas del pueblo y del tráfico de monedas y de animales para los sacrificios... Te supongo enterado del descalabro sufrido por los cambistas e intermediarios de la explanada del Templo, precisamente a causa de ese Jesús. Pues bien, mis «intereses» en ese negocio me obligaban en parte a salvar las apariencias y ayudar al ex sumo sacerdote en su pretensión de capturar al mago... Aquel descarado nepotismo de la familia Anás -situando a los miembros de su «clan» en los puestos clave del Templo- era un secreto a voces. La actuación del procurador, por tanto, me pareció totalmente verosímil. Al llegar al final del corredor, Civilis abrió una puerta, dando paso a Pilato. Detrás, y por orden del centurión, entraron Jesús, Juan Zebedeo, otros dos oficiales y yo. El legionario y los criados permanecieron fuera. Al irrumpir en aquella estancia reconocí al instante el despacho oval donde había celebrado mi primera entrevista con el procurador. El ala norte de la fortaleza se hallaba, pues, perfectamente conectada con la sala de audiencias de Poncio. Ahora comprendía por qué no había visto guardias en aquella puerta: era la que comunicaba posiblemente con las habitaciones privadas y por la que había visto aparecer, en la mañana del miércoles, al sirviente que nos anunció la comida. Poncio Pilato fue directamente a su mesa, invitando al Nazareno a que se sentara en la silla que había ocupado José de Arimatea. Juan, tímidamente, hizo otro tanto en la que yo había utilizado. Los oficiales se situaron uno a cada lado del rabí, mientras Civilis ocupaba su habitual posición, en el extremo de la mesa, a la izquierda del procurador. Yo, discretamente, procuré unirme al jefe de los centuriones. La luz que irradiaba por el gran ventanal situado a espaldas del romano me permitió explorar con detenimiento el rostro del Maestro. Jesús había abandonado en parte aquella actitud de permanente ausencia. Su cabeza aparecía ahora levantada. La nariz y el arco zigomático derecho (zona malar o del pómulo) seguían muy hinchados, habiendo afectado, como temía, al ojo. En cuanto a la ceja izquierda, pare