Caballo de Troya
J. J. Benítez
Y allí, como digo, terminó el interrogatorio. En diversas ocasiones, Jesús había hecho
partícipes a sus hombres de diferentes confidencias, rogándoles que no dijesen nada. Y todos,
en líneas generales, habían sabido respetarle.
Los discípulos no quedaron muy conformes, en especial Simón, el Zelotes, que había
cubierto el último turno de vigilancia en la puerta del huerto y que temía más que ninguno por
la seguridad del Maestro y del resto del grupo. En cuanto a mí, aquel obstinado hermetismo de
Juan Marcos sólo sirvió para despertar aún más mi curiosidad. Tenía que averiguar algo de lo
sucedido aquel miércoles y que, en los textos de los evangelistas, aparece igualmente en
«blanco» respecto a las actividades del Nazareno. Pero, ¿cómo podía hacer hablar al fiel
acompañante de Jesús? Esa misma tarde del jueves se presentaría la gran oportunidad...
Jesús no tardó en aparecer. Su rostro presentaba unas ligeras ojeras, resultado
probablemente de las escasas horas de sueño. Al verle me sentí responsable. Si yo no le
hubiera envuelto con mi conversación, seguramente habría descansado algo más. Y al pensar
en lo que le aguardaba, me eché a temblar. Aquélla, en realidad, había sido su última noche en
paz.
Pero mis preocupaciones se desvanecieron al instante. El Galileo estaba de un humor
envidiable. Saludó a todos y, siguiendo su costumbre, se dirigió hacia el ancho lebrillo de barro,
con el fin de asearse. Pero, a mitad de camino, Juan Marcos -que acababa de verle- salió
corriendo, abrazándose a su cintura. El Maestro, sorprendido por aquel cálido recibimiento,
tomó el rostro del niño entre sus grandes manos e inclinándose levemente hacia él le preguntó
en un tono de complicidad:
-¿Te has acordado de las pasas de Corinto?
El pequeño sonrió y asintió con la cabeza. Y Jesús, frotándose las manos en señal de
satisfacción, comenzó a desnudarse.
«¿Pasas de Corinto?», pensé. «¿A qué puede referirse?» Y de pronto recordé una de las
explicaciones de Lázaro. Al Maestro le encantaban las uvas sin grano, como las que brotaban en
la parra que había plantado el padre del resucitado en el patio central de su casa.
Y me dispuse a llevar a cabo otra de las misiones encomendadas por la Operación Caballo de
Troya. «Aquél -me dije a mí mismo tratando de tranquilizarme- parecía un buen momento...»
El gigante terminó sus abluciones y, cuando recibía de manos de una de las mujeres el lienzo
con el que debía secarse, me aproximé hasta él, rogándole que me permitiera ayudarle. El
Nazareno se resistió pero, ante mi insistencia, puso parte del paño en mis manos, mientras él divertido con lo que parecía un juego y una delicadeza- se frotaba con el otro extremo del
lienzo.
Aquella maniobra tenía en verdad una doble finalidad: de un lado, proceder a una
exploración manual y directa del cuerpo de Jesús -hecho éste que no hubiera resultado lógico ni
fácil de no haber aprovechado una de aquellas ocasiones- y, en segundo lugar, intentar una
medición de sus principales partes anatómicas. Este segundo objetivo, sobre todo, era de vital
importancia para un mejor análisis de su organismo durante las horas de la crucifixión.
A través de aquella suave tela, mis manos fueron palpando su cuello, hombros y espalda.
Aquel Galileo -tal y como se desprendía de una simple observación visual- era un ejemplar
fornido. Los músculos de la parte posterior y superior del tronco En especial los trapeciosestaban muy desarrollados. Esta sensación de fortaleza -fruto, sin duda, de un duro y
continuado trabajo manual durante muchos años- se extendía igualmente a los músculos
deltoides, en la zona de los hombros. Aquellos y los también sólidos paquetes musculares que
se distribuían a cada lado de la columna (los grandes dorsales e infraespinosos) me inclinaron a
pensar que Jesús gozaba de una perfecta sincronización en la elevación y descenso de su caja
torácica.
Los brazos, de acuerdo con la configuración y estimable volumen de los músculos de los
hombros y parte superior y posterior del tronco, eran igualmente macizos. En mi opinión, sus
bíceps braquiales eran especialmente gruesos y potentes. También los grandes pectorales (lo
que conocemos familiarmente como el pecho) se hallaban fuertemente consolidados, como si el
Galileo hubiera practicado la natación. Su capacidad respiratoria tenía que ser excelente.
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