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Todos miraron a Ardan con cierta ansiedad y hasta con cierta lástima, como si previesen su derrota, pues, en realidad, siendo cierto el hecho que la observación reve-laba, la consecuencia que de él deducía el desconocido era rigurosamente lógica. He aquí respondió Michel Ardan vuestro mejor, por no decir vuestro único, argumento valedero, con el cual hubierais puesto en un brete al sabio obligado a contestaros; pero yo me limitaré a deciros que vuestro argumento no tiene un valor absoluto, porque supone que el diámetro angular de la Luna está perfectamente determinado, to que no es exacto. Pero dejando a un lado vuestro argumento, decidme si admitís la existencia de volcanes en la superficie de la Luna. De volcanes apagados, sí; de volcanes encendidos, no. Dejadme, no obstante, creer, sin traspasar los lími-tes de la lógica, que los tales volcanes estuvieron en acti-vidad durante algún tiempo. Es cierto, pero como podían suministrar ellos mis-mos el oxígeno necesario para la combustión, el hecho de su erupción no prueba en manera alguna la presencia de una atmósfera lunar. Adelante respondió Michel Ardan , y dejemos a un lado esta clase de argumentos para llegar a observa-ciones directas. Pero os prevengo que voy a citar nom-bres propios. Citadlos. En 1815, los astrónomos Louville y Halley, obser-vando el eclipse del 3 de mayo, notaron en la Luna cier-tos fulgores de una naturaleza extraña, frecuentemente repetidos. Los atribuyeron a tempestades que se desen-cadenan en la atmósfera que envuelve a veces la Luna. En 1815 replicó el desconocido , los astrónomos Louville y Halley tomaron por fenómenos lunares fenó-menos puramente t