fácil sea a los encantadores mudar unos rostros en otros, haciendo de lo hermoso feo y de lo feo
hermoso, pues no ha dos días que viste por tus mismos ojos la hermosura y gallardía de la sin par
Dulcinea en toda su entereza y natural conformidad, y yo la vi en la fealdad y bajeza de una zafia
labradora, con cataratas en los ojos y con mal olor en la boca; y más, que el perverso encantador que
se atrevió a hacer una transformación tan mala no es mucho que haya hecho la de Sansón Carrasco
y la de tu compadre, por quitarme la gloria del vencimiento de las manos. Pero, con todo esto, me
consuelo; porque, en fin, en cualquiera figura que haya sido, he quedado vencedor de mi enemigo.
–Dios sabe la verdad de todo –respondió Sancho.
Y como él sabía que la transformación de Dulcinea había sido traza y embeleco suyo, no le
satisfacían las quimeras de su amo; pero no le quiso replicar, por no decir alguna palabra que
descubriese su embuste.
En estas razones estaban cuando los alcanzó un hombre que detrás dellos por el mismo camino
venía sobre una muy hermosa yegua tordilla, vestido un gabán de paño fino verde, jironado de
terciopelo leonado, con una montera del mismo terciopelo; el aderezo de la yegua era de campo y de
la jineta, asimismo de morado y verde. Traía un alfanje morisco pendiente de un ancho tahalí de
verde y oro, y los borceguíes eran de la labor del tahalí; las espuelas no eran doradas, sino dadas con
un barniz verde, tan tersas y bruñidas que, por hacer labor con todo el vestido, parecían mejor que si
fuera de oro puro. Cuando llegó a ellos, el caminante los saludó cortésmente, y, picando a la yegua,
se pasaba de largo; pero don Quijote le dijo:
–Señor galán, si es que vuestra merced lleva el camino que nosotros y no importa el darse priesa,
merced recibiría en que nos fuésemos juntos.
–En verdad –respondió el de la yegua– que no me pasara tan de largo, si no fuera por temor que
con la compañía de mi yegua no se alborotara ese caballo.
–Bien puede, señor –respondió a esta sazón Sancho–, bien puede tener las riendas a su yegua,
porque nuestro caballo es el más honesto y bien mirado del mundo: jamás en semejantes ocasiones
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