trasijadas ijadas de Rocinante, y le hizo aguijar de manera, que cuenta la historia que esta sola vez
se conoció haber corrido algo, porque todas las demás siempre fueron trotes declarados; y con esta
no vista furia llegó donde el de los Espejos estaba hincando a su caballo las espuelas hasta los
botones, sin que le pudiese mover un solo dedo del lugar donde había hecho estanco de su carrera.
En esta buena sazón y coyuntura halló don Quijote a su contrario embarazado con su caballo y
ocupado con su lanza, que nunca, o no acertó, o no tuvo lugar de ponerla en ristre. Don Quijote, que
no miraba en estos inconvenientes, a salvamano y sin peligro alguno, encontró al de los Espejos con
tanta fuerza, que mal de su grado le hizo venir al suelo por las ancas del caballo, dando tal caída,
que, sin mover pie ni mano, dio señales de que estaba muerto.
Apenas le vio caído Sancho, cuando se deslizó del alcornoque y a toda priesa vino donde su señor
estaba, el cual, apeándose de Rocinante, fue sobre el de los Espejos, y, quitándole las lazadas del
yelmo para ver si era muerto y para que le diese el aire si acaso estaba vivo; y vio... ¿Quién podrá
decir lo que vio, sin causar admiración, maravilla y espanto a los que lo oyeren? Vio, dice la historia,
el rostro mesmo, la misma figura, el mesmo aspecto, la misma fisonomía, la mesma efigie, la
pespetiva mesma del bachiller Sansón Carrasco; y, así como la vio, en altas voces dijo:
–¡Acude, Sancho, y mira lo que has de ver y no lo has creer! ¡Aguija, hijo, y advierte lo que puede la
magia, lo que pueden los hechiceros y los encantadores!
Llegó Sancho, y, como vio el rostro del bachiller Carrasco, comenzó a hacerse mil cruces y a
santiguarse otras tantas. En todo esto, no daba muestras de estar vivo el derribado caballero, y
Sancho dijo a don Quijote:
–Soy de parecer, señor mío, que, por sí o por no, vuesa merced hinque y meta la espada por la boca
a este que parece el bachiller Sansón Carrasco; quizá matará en él a alguno de sus enemigos los
encantadores.
–No dices mal –dijo don Quijote–, porque de los enemigos, los menos.
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