Todo lo miró y todo lo notó don Quijote, y juzgó de lo visto y mirado que el ya dicho caballero debía
de ser de grandes fuerzas; pero no por eso temió, como Sancho Panza; antes, con gentil denuedo,
dijo al Caballero de los Espejos:
–Si la mucha gana de pelear, señor caballero, no os gasta la cortesía, por ella os pido que alcéis la
visera un poco, porque yo vea si la gallardía de vuestro rostro responde a la de vuestra disposición.
–O vencido o vencedor que salgáis desta empresa, señor caballero –respondió el de los Espejos–, os
quedará tiempo y espacio demasiado para verme; y si ahora no satisfago a vuestro deseo, es por
parecerme que hago notable agravio a la hermosa Casildea de Vandalia en dilatar el tiempo que
tardare en alzarme la visera, sin haceros confesar lo que ya sabéis que pretendo.
–Pues, en tanto que subimos a caballo –dijo don Quijote–, bien podéis decirme si soy yo aquel don
Quijote que dijistes haber vencido.
–A eso vos respondemos –dijo el de los Espejos– que parecéis, como se parece un huevo a otro, al
mismo caballero que yo vencí; pero, según vos decís que le persiguen encantadores, no osaré
afirmar si sois el contenido o no.
–Eso me basta a mí –respondió don Quijote– para que crea vuestro engaño; empero, para sacaros
dél de todo punto, vengan nuestros caballos; que, en menos tiempo que el que tardárades en alzaros
la visera, si Dios, si mi señora y mi brazo
me valen, veré yo vuestro rostro, y vos veréis que no soy yo el vencido don Quijote que pensáis.
Con esto, acortando razones, subieron a caballo, y don Quijote volvió las riendas a Rocinante para
tomar lo que convenía del campo, para volver a encontrar a su contrario, y lo mesmo hizo el de los
Espejos. Pero, no se había apartado don Quijote veinte pasos, cuando se oyó llamar del de los
Espejos, y, partiendo los dos el camino, el de los Espejos le dijo:
–Advertid, señor caballero, que la condición de nuestra batalla es que el vencido, como otra vez he
dicho, ha de quedar a discreción del vencedor.
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