–Con todo eso, hermano y señor –dijo el del Bosque–, si el ciego guía al ciego, ambos van a peligro
de caer en el hoyo. Mejor es retirarnos con buen compás de pies, y volvernos a nuestras querencias;
que los que buscan aventuras no siempre las hallan buenas.
Escupía Sancho a menudo, al parecer, un cierto género de saliva pegajosa y algo seca; lo cual visto y
notado por el caritativo bosqueril escudero, dijo:
–Paréceme que de lo que hemos hablado se nos pegan al paladar las lenguas; pero yo traigo un
despegador pendiente del arzón de mi caballo, que es tal como bueno.
Y, levantándose, volvió desde allí a un poco con una gran bota de vino y una empanada de media
vara; y no es encarecimiento, porque era de un conejo albar, tan grande que Sancho, al tocarla,
entendió ser de algún cabrón, no que de cabrito; lo cual visto por Sancho, dijo:
–Y ¿esto trae vuestra merced consigo, señor?
–Pues, ¿qué se pensaba? –respondió el otro–. ¿Soy yo por ventura algún escudero de agua y lana?
Mejor repuesto traigo yo en las ancas de mi caballo que lleva consigo cuando va de camino un
general.
Comió Sancho sin hacerse de rogar, y tragaba a escuras bocados de nudos de suelta. Y dijo:
–Vuestra merced sí que es escudero fiel y legal, moliente y corriente, magnífico y grande, como lo
muestra este banquete, que si no ha venido aquí por arte de encantamento, parécelo, a lo menos; y
no como yo, mezquino y malaventurado, que sólo traigo en mis alforjas un poco de queso, tan duro
que pueden descalabrar con ello a un gigante, a quien hacen compañía cuatro docenas de algarrobas
y otras tantas de avellanas y nueces, mercedes a la estrecheza de mi dueño, y a la opinión que tiene y
orden que guarda de que los caballeros andantes no se han de mantener y sustentar sino con frutas
secas y con las yerbas del campo.
–Por mi fe, hermano –replicó el del Bosque–, que yo no tengo hecho el estómago a tagarninas, ni a
piruétanos, ni a raíces de los montes. Allá se lo hayan con sus opiniones y leyes caballerescas
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