perros, el vómito y el agradecimiento; de las grullas, la vigilancia; de las hormigas, la providencia;
de los elefantes, la honestidad, y la lealtad, del caballo.
Finalmente, Sancho se quedó dormido al pie de un alcornoque, y don Quijote, dormitando al de una
robusta encina; pero poco espacio de tiempo había pasado, cuando le despertó un ruido que sintió a
sus espaldas, y levantándose con sobresalto, se puso a mirar y a escuchar de dónde el mido
procedía, y vio que eran dos hombres a caballo, y que el uno, dejándose derribar de la silla, dijo al
otro:
-Apéate, amigo, y quita los frenos a los caballos; que, a mi parecer, este sitio abunda de yerba para
ellos, y del silencio y soledad que han menester mis amorosos pensamientos.
El decir esto y el tenderse en el suelo todo fue a un mesmo tiempo; y al arrojarse hicieron ruido las
armas de que venía armado, manifiesta señal por donde conoció don Quijote que debía de ser
caballero andante; y llegándose a Sancho, que dormía, le trabó del brazo, y con no pequeño trabajo
le volvió en su
acuerdo, y con voz baja le dijo:
-Hermano Sancho, aventura tenemos.
-Dios nos la dé buena -respondió Sancho-. Y ¿adónde está, señor mío, su merced de esa señora
aventura?
-¿Adónde, Sancho? -replicó don Quijote-. Vuelve los ojos, y mira, y verás allí tendido un andante
caballero, que, a lo que a mí se me trasluce, no debe de estar demasiadamente alegre, porque le vi
arrojar del caballo y tenderse en el suelo con algunas muestras de despecho, y al caer le crujieron las
armas.
-Pues ¿en qué halla vuesa merced –dijo Sancho- que ésta sea aventura?
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