-¿Qué hay, Sancho amigo? ¿Podré señalar este día con piedra blanca, o con negra?
-Mejor será -respondió Sancho- que vuesa merced le señale con almagre, como rétulos de cátedras,
porque le echen bien de ver los que le vieren.
-De ese modo -replicó don Quijote-, buenas nuevas traes.
-Tan buenas -respondió Sancho-, que no tiene más que hacer vuesa merced sino picar a Rocinante y
salir a lo raso a ver a la señora Dulcinea del Toboso, que con otras dos doncellas suyas viene a ver a
vuesa merced.
-¡Santo Dios! ¿Qué es lo que dices, Sancho amigo? -dijo don Quijote-. Mira no me engañes, ni
quieras con falsas alegrías alegrar mis verdaderas tristezas.
-¿Qué sacaría yo de engañar a vuesa merced -respondió Sancho-, y más estando tan cerca de
descubrir mi verdad? Pique, señor, y venga, y verá venir a la princesa nuestra ama vestida y
adornada; en fin, como quien ella es. Sus doncellas y ella todas son una ascua de oro, todas
mazorcas de perlas, todas son diamantes, todas rubíes, todas telas de brocado de más de diez altos;
los cabellos, sueltos por las espaldas, que son otros tantos rayos del sol que andan jugando con el
viento; y, sobre todo, vienen a caballo sobre tres cananeas remendadas, que no hay más que ver.
-Hacaneas querrás decir, Sancho.
-Poca diferencia hay -respondió Sancho- de cananeas a hacaneas; pero vengan sobre lo que
vinieren, ellas vienen las más galanas señoras que se puedan desear, especialmente la princesa
Dulcinea mi señora, que pasma los sentidos.
-Vamos, Sancho hijo -respondió don Quijote-; y en albricias destas no esperadas como buenas
nuevas, te mando el mejor despojo que ganare en la primera aventura que tuviere, y si esto no te
contenta, te mando las crías que este año me dieren las tres yeguas mías, que tú sabes que quedan
para parir en el prado concejil de nuestro pueblo.
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